Presencia se les hizo la noche, entre músicas y cantos. Y Odiseo y Calypso gozaron del humano amor sobre las húmedas arenas, a la luz última de la antorchas y cuando ya todos los comensales dormían confiados sobre las mesas y las literas, abrazados a la servidumbre y a las almohadas y cojines.

Al amanecer, mientras la aurora de rosados dedos iba retirando el velo de la noche, los postes que sostenían el barco fueron cayendo uno a uno, al reflotar el barco debido a la subida de la marea. El barco, a bordo ya todos los falsos marineros de Yigal-Hermes, partió en silencio hacia el norte hespérico de Gades.

Y pronto fue un lejano punto en el horizonte marino, que en los días de fausta visibilidad no acababa sino en Hesperia, la tierra donde tantas hazañas hiciera el inmortal Herackes, el más fuerte de entre ellos. Entonces, las olas fueron trayendo a la playa los troncos que parihuelas habían sido del barco de Yigal. Allí se fueron juntando ordenadamente, justo delante mismo de donde Odiseo dormía abrazado a Calypso.