En Chicago, Al Capone fumaba el primer puro habano del día, tratando de adivinar los próximos movimientos de Eliot Ness para meterlo entre rejas. Frank Nitti le observa en pie en un rincón del recargado salón mientras sorbía una mala imitación de vino de Jumilla.

Muy lejos de aquella ciudad estadounidense, en Murcia, en la plaza de Belluga, el señor Antonio mascaba una algarroba robada a su jamelgo. La tartana lucía impoluta en aquella calurosa mañana de agosto. Tenía concertado viaje al Verdolay, en lo más alto del monte. Los señores de Victoria organizaban unos juegos florales, como cada verano, en honor esta vez de su hija Carmencita, que cumplía los dieciocho abriles. Una puesta de largo donde los anfitriones recibirían a sus invitados llegados desde la ciudad con sus mejores galas. Los menos irían en ruidosos automóviles, invento diabólico que hacía furor en esos días; los más, en galera. Ellos, tocados con ricarditos de paja y calzando blancas polainas; y ellas, con trajes rectos, largos collares y favorecedores cintas en la frente con alguna vistosa pluma recién llegada de Paris, adquirida en la exclusiva sombrerería de Belmar, en la calle de la Platería.

En los Baños de Cantó, en el mismo Verdolay, mozos con guardapolvos gris daban los últimos toques al decorado del pequeño teatro. Don Pedro Jara Carrillo, director de El Liberal, asistiría con su sobrino Dieguito Sánchez Jara a la representación de Rosas de Otoño, de don Jacinto Benavente. El elenco de actores estaba compuesto por los niños de la casa y sus avispados amiguitos, dos de ellos llegados la víspera, desde Santiago de la Ribera, donde sus padres tomaban las aguas. Miguelito, actor principal, tenía la boca seca, no por los nervios, sino por el plato de caldero bien servido con que le había obsequiado el pescador de la casa, amigo y confidente del joven antes de salir para Murcia.

La casa bullía de actividad bajo las parras y los turbintos. Carmen, una lozana joven, moza de servir, llenaba jarras con agua fresca del aljibe; sabía sin mirar, que Miguelito le observaba el trasero cada vez que lanzaba el pozal. No se ruborizó, le gustaba aquel muchacho que la abrazó apasionadamente y la besó bajo el eucalipto la noche anterior.