os Reyes Católicos sentaron las bases de la grandeza de España y habían hecho posible el descubrimiento del Nuevo Mundo. Su nieto Carlos fue el creador de un colosal imperio que ejerció la supremacía en Europa durante todo el siglo XVI y parte del XVII, es decir, durante los reinados de Carlos I, Felipe II y, en parte, Felipe III, con quien se advierte ya la decadencia. Con razón pudo decirse que en aquella esplendorosa época «nunca se ponía el sol». Y no sólo en el orden político descolló entonces España, sino igualmente y durante medio siglo -la ´edad de oro´ española- en el campo de la literatura, de las ciencias y de las artes.

Fueron dos siglos exquisitos, donde los españoles ataban los perros con longanizas e iban puestos de gafas de sol cuando hacían turismo por el propio imperio. Los barcos no paraban de llegar cargados de oro y plata de las Américas, mientras marinos y aventureros no cesaban de descubrir nuevas tierras.

Así, que aquí nadie invirtió un duro y se vivía a lo grande: guerras por aquí, guerras por allá. Por si fuera poco, Felipe II heredó Portugal y sus territorios de ultramar por lo que las playas del Atlántico eran nuestras aunque la gente no estuviera por ir a la playa. Los cánones de la moda los marcaba nuestro país, aunque el rey Felipe fuera muy austero y se conformara con llevar una especie de flanera en la cabeza. Fue durante su reinado cuando aparece la figura misteriosa, y a la vez bella y excelsa, de Ana Mendoza de la Cerda, Princesa de Éboli, de quien se decía tenía asuntillos con el monarca y con su secretario Antonio Pérez.

A la gente le dio por pintar, escribir, por hacer grandes edificios y por rezar. Velázquez pintando platos de huevos fritos y borrachos, Cervantes escribiendo el Quijote, y Santa Teresa y San Juan de la Cruz aplicando el espíritu místico. Así que nadie se bañaba y menos asistía a guateques. Felipe III y Felipe IV se pulieron la herencia y qué decir de Carlos II, enganchado a la teta hasta los diecisiete años. Buenos siglos aquellos en los que nadie nos tosía. Sólo nos faltó inventar las gafas de sol Ray-Ban.