La Edad Media es una época aburrida y gris. Penumbra románica por temor a epidemias e invasiones. Los nobles: duques, marqueses y condes se refugian en sus fortalezas poniendo fin al ocio estival, a los baños y a los aperitivos con cerveza y pescaíto fríto. Las reparadoras zambullidas quedan limitadas a inmersiones en los fosos que rodeaban las murallas de los castillos y la gastronomía encuentra su baluarte en los platos de caza.

Los monasterios, conventos y abadías se llenan de monjes y frailes como garantía del sustento. Y la Iglesia se convierte en la reserva cultural de Europa. Monjes escoceses crean un licor que será fundamental en los siglos venideros: el güisqui. La hueva y la mojama con almendras se ve sustituida por golosos postres: sequillos, orejas de fraile, ombligos de reina, miguelitos de La Roda y un sinfín de galguerías nacen en los claustros mientras el hambre se apodera de siervos y colonos.

En los mejores parajes de los territorios feudales se levantaban los castillos, como las guerras eran incesantes, convertían sus moradas en fortalezas. Los señores vivían rodeados de multitud de criados y guerreros, mientras las damas, tapadas hasta el moño, soñaban con las historias que narraban juglares y trovadores. Pelear se había convertido en un deporte y en una diversión. Y si no tenían con quien luchar, peleaban con los feudos vecinos. Los únicos entretenimientos eran los rudos torneos y las cacerías. Por aquel entonces, los únicos que practicaban el turismo era las hordas vikingas que, procedentes del norte, asolaban ciudades y territorios, dándose a la molicie y a la cerveza, pasándolo de muerte.

La vida transcurría lenta, entre partidas de ajedrez, salmos y cantares como el cantar del Mío Cid, la canción de Rolando o los Nibelungos. No, Conchita Velasco todavía no cantaba La chica ye-yé y mucho menos el Dúo Dinámico amenizaba las verbenas con sus chalecos rojos. Tiempo de mitos y leyendas donde la vida monástica era un oasis de paz y mendrugo.