El extranjero detuvo su parlamento porque Odiseo, que había cascado dos nueces haciéndolas chocar entre sí, procedía a ofrecer el mejor trozo de los obtenidos al huésped. Levantóse el fenicio y acogió la ofrenda con una leve reverencia en señal de agradecimiento. Al volver a su asiento, ya Calypso le alargaba una cratera rebosante del rojo vino.

-No, noble dama. No deseo beber ahora de tu caldo con el estómago vacío. Ni siquiera rebajado con la hidromiel, en cuyos secretos de mezcla estarás bien instruida. Antes, quiero probar de cuánto de sólido has expuesto para mi regalo en esta espléndida mesa. De esa manera, el vino tan sólo subirá a la cabeza lo que el estómago autorice, luego de gastar lo suyo en diluir los alimentos. A buen seguro que tu vino será mejor que el cretense, del que alguna vez he llevado yo hasta Micenas, a la misma Corte del Rey Agamenón, cuando éste vivía.

-Luego me contaréis eso de que el gran Agamenón ha muerto en mi ausencia de las tierras aqueas. Hoy no quiero conocer desgracias. -dijo Odiseo con autoridad.