En tiempos cercanos, un hombre sin reloj era algo así como un mutilado; le faltaba una parte importante de su persona. Ahora nos ocurre lo mismo con el teléfono móvil, pero añadiría que mucho más que con el reloj, ya que el artilugio portátil a más de marcarnos las horas, nos indica todo lo que puede ser indicado; nos conecta con todo lo conectable, nos lleva, nos trae e incluso nos mide el ritmo cardíaco, la tensión arterial y con una leve pulsación la robótica se pone en funcionamiento.

Tan familiarizados estamos con las horas, que las ignoramos, aunque la apertura del móvil y las agujas del reloj nos las indiquen. Tan supeditados estamos a ellas que nos parecen que tienen realidad propia, que no son una convención artificiosa y arbitraria. Las horas huyen sin percatarnos, las estaciones pasan y con la llegada de junio, ese mes desorganizado en el que se siega el pan de los veraneantes ya se otean en el horizonte los primeros sudores.

Las horas danzan y los hábitos cambian y uno siempre adepto a su tiempo escribe del pasado, del almanaque caduco que hace reverdecer sensaciones y sentimientos a sabiendas de que la experiencia no sea valorada por quienes sienten hoy el juvenil hervor de la sangre. No hace mucho, o puede que sí, en la Murcia provinciana de finales de los sesenta, se inauguraba en la calle de Junterones de la mano de José María Galiana y Anastasio Climent el Momo Club, un cóctel mezcla de primeriza discoteca y boite tan al uso por aquellos años. Disponía como reclamo en sus primeros tiempos, en su antesala, una pista de minibólidos (Scalextrix gigante con coches de mayor escala) que cautivaba a los que iban para bachilleres. Tras unas gruesas cortinas se abría, entre más sombras que luces, el escenario apropiado para la aventura amorosa reuniendo los ingredientes necesarios para que los dioses del amor ejercieran sus influencias: asientos discretos e íntimos, barra, una pequeña pista de baile y una jaula con adormiladas tórtolas que hacían extensivo su zureo a las parejas que allí igualmente zureaban.

Las tardes de sábado de entonces tintaban de azul y de blanco (dependiendo de la estación) las calles de Murcia, los cadetes de la Academia General del Aire, que ahora celebra su 75 aniversario, eran galanes muy codiciados por las jóvenes casaderas de aquellos días en horas de ocio, las que se iniciaban ante un café en el selecto Paco´s de la calle Alfaro y continuaban con feliz amartelamiento, al ritmo de Roberto Carlos, Armando Manzanero y las mejores baladas de Juan Manuel Serrat en el extinto Momo. Tiempos de pippermint y cola, en los que un avispado encargado del guardarropa cobraba un insignificante ´duro´ por vigilar gorras de plato y guantes reglamentarios de los futuros oficiales heridos por las flechas de Cupido.

En el Momo surgirían noviazgos con final feliz o tal vez no; lugar imprescindible para el lance amoroso, la conquista efímera, el flirteo y el beso. Un local novedoso, pionero y del agrado de las señoritas "bien" de entonces, en una Murcia abierta a las nuevas modas que se imponían.

Fue la discoteca Momo la que contribuyó a la extinción de una época, aquella en la que los enamorados murcianos vivieron sus mejores horas en la penumbra de las últimas filas en los cines de programa doble.