Transversal es una de esas palabras que se ha instalado en nuestra conversación cotidiana y no se nos cae de la boca. El término denota una característica esencial de la sociedad en la que vivimos, donde ya no nos agrupamos tanto por nuestro nivel económico ni por nuestra clase social como por nuestros intereses. Esa nueva forma de asociarnos nos convierte en transversales.

Así, en nuestros días pueden convivir en un mismo partido líderes que se compran una casa de 600.000 euros, y se pueden permitir una cuota mensual de 1.800 euros, con otros que ni siquiera ganan mensualmente esa cantidad, y por tanto, no se pueden permitir tamaña hipoteca. Si alguien lo considera una contradicción se equivoca. Es simple transversalidad.

Quizá el caso más claro de transversalidad sea el nacionalismo catalán. Conviven millonarios, ya sean del deporte como Josep Guardiola o de la comunicación como Jaume Roures, con verdaderos proletarios, obviamente menos famosos. Se comprende que resulte chocante, porque es como si los patronos de la semana trágica se hubieran aliado con los anarquistas que les ponían bombas. Como si el Pajarito de Eduardo Mendoza hubiera abrazado la causa de Lepprince y los Savolta. Entonces, hace un siglo, había clases, hoy han sido irremediablemente atravesadas por la flecha de la transversalidad.

El mismo fenómeno se encuentra fuera de la política. Miremos el feminismo o el movimiento #MeToo de las actrices norteamericanas. Encontramos a mujeres de izquierda y de derecha, ricas y pobres, de toda condición, unidas por una sola seña de identidad: el género. Así, bajo la misma bandera lila podemos encontrar a una banquera como Ana Botín y a las hoy consideradas las más parias del proletariado, las llamadas 'kellys'; es decir, la keli, la que limpia. Al menos en Occidente, las mujeres han conseguido trazar una línea directa desde lo más alto del capitalismo hasta el más bajo sustrato de la antes llamada clase obrera.

También es transversal el movimiento de los 'yayoflautas', la convivencia de jubilados de todos los colores manifestándose en las calles tras la misma pancarta. A la hora del retiro, la miseria de las pensiones mide por el mismo rasero a jefes y subordinados, capataces y empleados, autónomos y asalariados.

A finales del siglo pasado, se detectaron los primeros síntomas de transversalidad, pero aún con poca nitidez. Durante los últimos y agónicos años de los Gobiernos de Felipe González, ya acosado por los grandes escándalos de corrupción, la derecha repetía una y otra vez una curiosa consigna. Estaba basada en la teoría de que era preferible votar al PP, porque los políticos conservadores (normalmente ricos) no tenían necesidad de robar. En cambio, a los pobres políticos de izquierda les hacían los ojos chiribitas ante una buena mariscada o un fajo de billetes. Vamos, que en cuanto probaban las mieles del poder, el instinto de supervivencia les hacía aferrarse al trono para no volver a pasar a hambre (ni ellos, ni sus familiares) el resto de sus días. Aún tenemos fresco en la memoria el caso del hermanísimo del vicepresidente Guerra. Hay que ver cómo ha cambiado el mundo desde entonces. La sentencia del 'caso Gürtel o los escándalos de Zaplana y Rato no dejan lugar a duda.

Se confirma definitivamente que los ricos, los de derechas, los trajeados, también roban. Incluso sin tener necesidad. Con lo claro que estaba todo antes. Se sabía a la perfección quién era el honrado y quién el rufián, quién el facha y quién el progre, quién el bueno y quién el malo. «Qué atropello a la razón» este mundo transversal, que ya preveía en su tango el sabio Santos Discépolo: «Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón».