Si hay una revolución pendiente, esa es la feminista. Ninguna de las revoluciones habidas a lo largo de la historia ha colmado las ansias de justicia y de libertad que las han motivado pero, de haberlo hecho, aún habría quedado una cuestión irresuelta: la de la liberación de las mujeres. Y ello implica el reconocimiento del hecho de una sumisión.

Hay síntomas de que tenemos motivos para la esperanza: la movilización en las calles de tantos jóvenes, mujeres y hombres y algunos indicios de que hay hombres que empiezan a darse cuenta de que lo suyo no es un derecho sino una dominación a través de la violencia. Un ejemplo de ello es el tímido manifiesto No sin Mujeres que un número considerable de hombres, pero aún insuficiente, han firmado en nuestro país. Es un paso en una realidad que transcurre dentro de la burbuja occidental. Fuera de esta burbuja, en la que se mueven nuestras reivindicaciones, la realidad es más dura.

La Red Siria de Derechos Humanos ha dado este año la voz de alarma sobre el número de violaciones habidas desde que comenzó la guerra en ese país. Al mismo tiempo que da la cifra, reconoce que no se aproxima a la real, ya que queda oculta tras la imposibilidad de acceso a las víctimas y tras la vergüenza de éstas a reconocer que han sido objeto de violación. Así es en todas las guerras.

La violación es una violencia utilizada como arma de manera sistemática en periodos de guerra, pero también es, de manera igualmente sistemática, un arma utilizada fuera del contexto bélico y esa constatación nos lleva a la conclusión de que lo que denominamos 'paz' es otro tipo de guerra, una guerra contra las mujeres. Y si la violación es siempre un arma de una guerra de género, es posible afirmar un estado de guerra permanente contra las mujeres.

Históricamente las mujeres han sido objeto de intercambio y de posesión de los hombres. Es una tradición que se mantiene plenamente vigente en la geografía de culturas a las que no ha llegado la emancipación de las mujeres, aquellas en las que siempre es la posesión de un hombre, sea éste el marido, el padre o el hermano. En esta lógica de la posesión, la entrepierna de una mujer es el sagrario donde se guarda la dignidad de los hombres. Quien viola 'mancilla' a una mujer y profana lo más sagrado de los hombres con una mancha que es, además, indeleble. Por eso, cuando una mujer sobrevive a una violación, es ella quien ha de pagar por esta profanación de la que ha sido víctima. Si el objeto profanado no tiene reparación ha de ser destruido. Sin embargo, esta relación entre el sexo de las mujeres y su honorabilidad o su intimidad no hay que buscarla sólo en geografías lejanas. Aún pervive entre nosotros.

Salvo en casos patológicos, el acto de violación no se debe a impulsos incontenibles de la libido masculina. Por el contrario, debemos entender la violación como un acto supremo y voluntario de humillación con el que se trata de reafirmar una dominación que obedece siempre al mismo principio: el derecho de propiedad del hombre sobre la mujer. El objetivo último no es la obtención de placer, sino que ese placer proviene del acto de la humillación y del sometimiento.

En la violación va implícito el mensaje de que toda mujer es propiedad de todos los hombres. Con ella se castiga siempre a las mujeres por el mero hecho de serlo y eso convierte a la violación en un delito de odio. Toda violación es una agresión, con los agravantes del odio y de la intención de dominación que hace que transcienda los límites de la mera agresión física.

El problema reside en la interpretación que hacemos y que deberíamos hacer de ese más allá de la agresión física o de la sensibilidad con la que la percibimos, tanto a nivel social como personal. Nos rebelamos contra ello, pero no por esa rebelión deja de existir un estigma posterior a la violación y una exigencia de inculpación propia o de victimización consecuente a un trauma que se exige vitalicio. La culpabilidad, la vergüenza o el sentimiento de haber sido 'mancillada' pueden y, de un modo u otro, deben arruinar la vida de la mujer violada.

En lo personal, el lastre cultural que conlleva el término 'violación' se convierte en una carga que recae sobre la vida presente y futura de la mujer agredida. Contra el mensaje de 'antes morir que ceder', que parece estar inscrito en el código penal y mental de quienes han de juzgar estos delitos de odio contra las mujeres, deberíamos esforzarnos por descontaminar la violación del estigma con el que el sistema heteropatriarcal señala a las mujeres víctimas de la propia violencia que engendra el propio sistema.

Los actos violentos contra la libertad de las mujeres, entre los que hay que incluir los relativos a la explotación sexual, son múltiples: los asesinatos, el maltrato, la violencia psíquica y física que sufren diariamente tantas mujeres, el acoso, los pequeños desprecios, las humillaciones que hemos de soportar cada día, la brecha salarial, la precariedad en el empleo, la discriminación profesional, la invisibilidad o las deficiencias y complicidades legislativas. Pero si salimos de nuestra burbuja y miramos más allá de las fronteras de nuestras democracias liberales, nos encontramos con que a este paisaje nuestro de violencias y discriminaciones se añade otro en el que todo esto se acrecienta hasta extremos insoportables como los matrimonios infantiles, la venta de niñas o la mutilación genital femenina como prácticas habituales.

No es que lo parezca, es una guerra general contra las mujeres. Pero es una guerra que estamos decididas a ganar, por supervivencia, por voluntad y por derecho.