La verdad es que no sé si la he perdonado o no, pero olvidar no olvido.

A simple vista, somos la pareja perfecta: jóvenes, trabajadores, nuestra casita con jardín, nuestro monovolumen y nuestro utilitario, nuestros colegas de siempre, nuestros viajes y, de puertas para adentro, ese bloque de hielo que yo he construido entre nosotros a base de desengaños, a base de sus tropiezos.

Ella dice que no han significado nada, que han sido cuatro tonterías y que, en ningún caso, se llegó a enamorar de esas personas. Asegura que soy yo el amor de su vida, pero que se sentía desatendida y por tanto, la culpa es compartida. Y quizá tenga razón, pero yo odio el engaño y las mentiras y las medias verdades, odio que me marease y me negase lo evidente.

Tal vez, no lo discuto, yo fui demasiado insistente. Me volví vigilante y desconfiado y comenzó así una época muy difícil que no hubiésemos superado si ella no se hubiese quedado embarazada.

Y nació nuestra pequeña y todo cobró sentido y ya no quise saber más ni investigar más. Mi hija se llama como su madre y es idéntica a ella. Sin duda, es lo mejor que me ha pasado y es, con toda certeza, mi prioridad. Y pasan los días y yo permanezco junto a una mujer que no amo un minuto más, una hora más, un día más, un mes, un año, dos, tres, lo que sea necesario con tal de ver crecer a mi pequeña.

Pero la confianza es un objeto frágil y diminuto que se puede perder con facilidad si no se cuida. Ella aguanta mi frialdad porque, tal vez, se siente culpable y hace la vista gorda ante mi rechazo. No obstante, no nos falta nuestro regalo de rigor en cada cumpleaños o por el día de los enamorados o en nuestro aniversario, tampoco falta la postal navideña con imagen de la familia feliz ni los domingos de comida con los suegros. Aparentemente, no nos falta nada de nada. Desgraciadamente, nos falta lo principal y nos sobra dolor y distancia.

Por otro lado, la vida tiene un curioso sentido del humor y se empeña en darnos lecciones que no hemos pedido.

Como ya he dicho, si he aguantado todo este tiempo junto a mi esposa ha sido por la niña fundamentalmente, pero no puedo negar que he contado con otro pilar fundamental, Emma. Emma se ha convertido en mi confidente, en mi paño de lágrimas, en el hombro en el que apoyarme. Me ha hecho la vida más sencilla y el dolor más soportable. Nunca hubiese imaginado que alguien pudiese entenderme tan bien, no sospechaba que pudiese existir alguien como Emma, tan cómplice, tan distinta a mí y, sin embargo, tan afín, siempre feliz cuando nos cruzamos por los pasillos de la oficina, siempre disponible cuando le digo que necesito hablar, siempre atenta a mis anécdotas, a mis pequeños dramas, a mis alegrías.

Creo que si sumamos todos los minutos entre cafés en el descanso laboral, conversaciones en el ascensor, en las escaleras y whatsapp hasta altas horas de la madrugada, he hablado más con ella en estos últimos tiempos que con cualquiera de los amigos que conservo desde la infancia, incluso más que con mi propia mujer.

Dicen que no hay más ciego que el que no quiere ver o el que ve sólo lo que quiere. Doy fe. He estado tan pendiente de la herida, los daños, los parches, que no me di cuenta de que en ese vacío que creía irrecuperable se iba asentando Emma. Y no sé si hubiese recuperado la vista de no ser por el whatsapp que mi inseparable compañera de oficina me envió anoche a las tantas.

«Leo (Leo es mi nombre), te advierto de que no leas este peñazo que sigue si no quieres que cambie nada entre nosotros o respecto a lo que piensas sobre nosotros, pero esta vez soy yo la que necesito hablar.

Te lo diré sin anestesia: te quiero. Sí, Leo, te quiero hace tiempo, más del que imaginas y más del que soy capaz de reconocer. ¿Qué explicación encuentras si no a que me ría de tus pésimos chistes?

En serio, te quiero y por eso y por que me considero una chica inteligente he pedido el traslado para perderte de vista. Resulta curioso esto, pues me levanto cada día pensando en ti, acudo feliz a trabajar (¡quién en su sano juicio va feliz a trabajar!) porque sé que te veré. Vivo atenta, pendiente de tus llamadas, de tus mensajes, de la hora del café. Vivo a través de ti, estoy feliz cuando estás feliz, triste cuando te sientes triste. Soy tu amiga y eso es lo normal, pero ¿sabes? no sé si me puedo conformar con eso, no sé si quiero. Me voy porque te quiero y porque quiero para siempre cosas que nunca tendré.

Nunca pasearemos de la mano por tu barrio, nunca nos pelearemos por el mando en tu sofá, nunca recogeré las hojas de tu jardín ni tomaremos un refresco mientras se esconde el sol detrás de la tapia de tu patio. Nunca conoceré a tu pandilla ni discutiré con tus hermanos en las comidas familiares ni haré regalos a tu madre por el día de su santo. Nunca saldré en tus postales de navidad ni aprovecharemos juntos los 3x2 del supermercado. Nunca te quedarás durmiendo en mi regazo, con un hilillo de baba. Nunca sabré si roncas o si soy yo la que lo hago. Nunca te diré que te apartes, que me das calor. Nunca me besarás en las comidas de empresa, a la vista de todos. Nunca me dirás que me quieres mirándome a los ojos y, créeme, me quieres.

Por esto y por más cosas que me callo, pido el traslado porque nunca tendré hueco en tu vida y no se me ocurre otro sitio en el que quiera estar. Me marcho en tres días.

Te quiero».

Lógicamente, después de leer semejante bomba no puedo dormir. Me ducho y me planto en casa de Emma. Abre la puerta con las sábanas aún pegadas en la cara y esa sonrisa que siempre se le instala cuando nos vemos.

—Leo, ¿qué haces aquí? —dice casi en un suspiro.

—He venido a que empiecen a pasar esas cosas que dices que nunca sucederán.