En el último anillo del infierno perteneciente a su Divina Comedia sitúa Dante un terrible lago de hielo en el que están condenados todos los corazones fríos y traicioneros. El atónito poeta, acompañado por la sombra de Virgilio, contempla incluso al mismo Satán atrapado entre esas horribles aguas perpetuamente heladas. Esperando entre los hielos artificiales de la técnica a bajísimas temperaturas y cámaras de criogenización se encuentra un número creciente de personas difuntas que pusieron su confianza en compañías privadas para que preservaran sus cuerpos y para que en un futuro les fuera devuelta a la vida. Todas estas personas, como solía decirse antaño, murieron con «la esperanza de la resurrección». Si pavorosas resultan las imágenes con que Gustave Doré recrea el noveno círculo del infierno, no menos inquietante ha de ser la visión de cámaras de criogenización situadas unas junto a otras, ordenadas con matemática precisión, en cuyo interior se depositan los fallecidos que han buscado cobijo bajo la nueva fe criogénica esperando el momento de salida, como las botellas cuidadosamente colocadas en una bodega en condiciones de humedad, temperatura y oscuridad constantes.

Sin el menor atisbo de sentido común, numerosas personas practican una nueva modalidad de culto funerario al que acostumbramos a denominar criogenización, cuya imagen deformada ha popularizado el cine, los medios de comunicación y la simple publicidad comercial. Esta extraña moda cultural se basa en la confianza a ultranza en el progreso y en la capacidad humana de superación ad infinitum, así como en la convicción de que en un momento no lejano será posible resucitar y curar a los difuntos pobladores de estos sarcófagos. Abiertamente se anuncia el fin del reinado de la muerte.

«¿Dónde está, muerte, tu victoria?». Podría preguntarse pronto la humanidad en un sentido que jamás hubiera imaginado Pablo de Tarso, o cantar con un canto nuevo los versos de Lovecraft y decir que con el paso de tiempo hasta «la muerte puede morir». Zafarse de la muerte, incluso vencerla, es un anhelo antiguo que atestigua la mitología de todos los pueblos. En todos los casos se trata de una hazaña individual y heroica, donde el valor y la astucia juegan un papel clave, pues se trata de burlar no ya el mandato de los dioses sino la esencia misma del cosmos en el que todo lo que nace, muere y se regenera en un ciclo sin fin, pero no renace en clave de resurrección individual para que una persona cualquiera mantenga viva su memoria y su identidad personal. La imposibilidad es tan manifiesta que siempre hay algo al final que da al traste con estas descabelladas esperanzas. Le ocurre a Gilgamesh cuando la planta de la inmortalidad es arrebatada al héroe por una pérfida serpiente. Le ocurre a Titono, amante de la diosa Eos, cuando después de haber sufrido años interminables de vejez suplica voluntariamente abandonar la inmortalidad que Zeus le había otorgado maliciosamente pues a ella no había añadido la juventud. Los propagandistas del progreso infinito rebatirán llanamente la historia de Titono, pues junto con la criogenización cuentan ya con el previsible desarrollo en años no tan lejanos de la clonación y de la biotecnología de manera que nuestro cerebro pueda volcar sus 'datos' en un organismo nuevo, como si el proceso de evolución natural hubiera de culminar con la fusión del hombre y la máquina. Todo es viejo y nuevo a la vez en el mundo tan peculiar que habitamos. El sueño milagroso a través del cual rompemos los límites del tiempo, superamos penalidades, alcanzamos la salvación o el conocimiento lo encontramos ya la leyenda de los Siete Santos de Éfeso, que perseguidos en época del emperador Decio, despiertan dos siglos después con el triunfo generalizado de la Iglesia bajo Teodosio I. En este caso el sueño milagroso tuvo lugar en una cueva adonde habían sido confinados para dejarles morir de hambre. En lugar de ello durmieron hasta ser encontrados, liberados y llevados ante el católico emperador. Aquí el sueño aún es inducido por un milagro, solo entramos de lleno en lo artificial y prometeico con el mundo de la modernidad, y así vemos el llamativo experimento literario de Emilio Salgari en su obra Las maravillas del año 2000 (1907), con dos protagonistas que se inducen un sueño centenario para despertar en el siglo XXI, fecha en que la humanidad habría logrado las mayores hazañas científicas, incluida la esperanza casi indefinida de vida.

El ansiado anhelo del progreso y de la inmortalidad artificial acabará por relegar a los archivos imágenes ya tradicionales y casi olvidadas en el arte como las de La Danza Macabra de Hans Holbein, donde la muerte aparece como el gran nivelador social, plenamente democrático, indiferente a las clases sociales. El mensaje engañoso, pero muy rentable que se envía es que quien pueda costearse la inmortalidad la tendrá al alcance de la mano, ya no será prerrogativa simbólica de héroes, sino de toda la humanidad (clientela de previo pago). Al pasado más remoto pertenecerá entonces la célebre escultura Napoleón despertando a la inmortalidad de Rude François, pues las futuras obras de arte no nos harán ver nada parecido al rostro del heroico emperador abriendo los ojos de su cabeza laureada y saliendo de entre los pliegues del sudario, sino más bien mostrarán una serie anónima de personas corrientes, sin más heroicidad que haber amasado una fortuna luego gastada en lo más inverosímil abriendo los ojos y abandonando su criogenia.

Supongamos que tal cosa fuera posible. Se olvidará entonces que una vida plena no es necesariamente una vida larga. Se olvidará además el problema ético de habitar en un mundo en el que diariamente mueren personas sin número por hambre, guerras y enfermedades, mientras el negocio de la criogenización mueve millones. ¿De verdad merece la pena resucitar en un mundo así?