Desde hace treinta años, los mismos que cumple La Opinión este 25 de mayo, es raro el día que no me arrepiento de haber ignorado el consejo de mi madre de que me hiciera profesora. Es difícil no caer en la tentación de imaginar cómo habría sido mi vida en un trabajo más normal, de los que te permiten ir al gimnasio y recoger a los niños al salir del colegio. Mi generación ha tenido que convivir con el complejo de culpa, porque hace tres décadas no se planteaba la conciliación como un derecho, sino como una habilidad que había que desarrollar. Y en un periódico había que trabajar sin horario, en fines de semana y días de fiesta.

Pero no hay que confundir el sentimiento que te van dejando las renuncias, los sacrificios personales y los errores con el arrepentimiento. El complejo de culpa es algo con lo que tienes que bregar toda la vida, como ocurre con ese flotador que se te quiere quedar a vivir en la cintura y que solo se puede combatir con disciplina y coherencia.

A pesar de las tres décadas que han transcurrido desde que este periódico llegaba por primera vez de la rotativa, donde se celebró una fiesta de inauguración que obligó a los invitados a esperar hasta bien entrada la madrugada para ver cómo se imprimía el número uno, sigo preguntándome cómo pudimos sobrevivir a aquella etapa. Ninguna experiencia en mi vida puede compararse a los días previos y a las semanas que siguieron a la salida de La Opinión.

El primer recuerdo que conservo de la que iba ser mi nueva empresa es la aparición de Mercedes Líbano tras las inmensas puertas de la primera planta del Palacio Vinader de la Plaza Romea, en el que tuvo su sede este diario. Mercedes, que se jubiló hace varios años, era la secretaria de dirección, pero rápidamente se convirtió en la responsable de protocolo y de todas las tareas que no tenían a una persona expresamente dedicada en el periódico. Ella fue la encargada de recibirnos cuando acudíamos a la entrevista con el primer director, José Luis Rodríguez, al que pronto se le adjudicó el apodo de 'El Puma', un cantante muy de moda en aquella época. Él solo estuvo unos meses en Murcia, que tampoco habrá olvidado.

Como faltaban manos para todo, en aquellas semanas de desconcierto también era posible ver a Francisco Sardaña, el entonces director general del Grupo Prensa Ibérica, que es la empresa editora, contestando a teléfonos que sonaban sin que nadie les hiciera caso o cortando los teletipos como un trabajador más. Sardaña era muy conocido en Murcia y al poco de salir La Opinión a la calle empezó a recibir peticiones de políticos murcianos demandando el despido de los periodistas que les resultaban incómodos, de las que nuestro director general nos advertía para que supiéramos con quién estábamos tratando.

Internet acabó con la banda sonora de los teletipos que había acompañado a los periodistas durante generaciones, de igual forma que la introducción de la informática eliminó el sonido y el olor a plomo fundido que desprendían las linotipias, las antiguas máquinas que reproducían en metal los textos escritos previamente por los redactores. Antes de que las noticias de las agencias llegaran directamente a las pantallas de los redactores se recibían a través unas máquinas con una especie de teclado sin manos que escribían sobre unos rollos de papel de día y de noche. Alguien debía encargarse de ver todo lo que entraba y de cortar y seleccionar las informaciones, que después había que volver a teclear. Nada de copiar y pegar.

Las fotografías se reproducían con el mismo procedimiento, punto por punto y línea a línea. Cuando alguien abría la puerta del pequeño cuarto en el que se encontraban los teletipos, el estruendo del repiqueteo se propagaba por la Redacción igual que escapan las ráfagas de música al abrirse la puerta de una discoteca.

La Opinión fue además uno de los primeros periódicos que empezaron a confeccionarse totalmente por ordenador, lo que supuso la entrada en una nueva dimensión. El problema no era solo aprender a relacionarse con un artefacto que tenía vida propia y te reprendía si cometías algún error o simplemente lo tenías que desenchufar porque se había colgado.

Para los nativos digitales no es ningún trauma que aparezca un rótulo en la pantalla diciéndote que no has apagado correctamente la última vez, pero no es lo mismo cuando estás acostumbrada a manejar una máquina de escribir que no opone ningún tipo de resistencia, hagas lo que hagas, ni te riñe con sonidos estridentes.

Sin embargo, lo peor de aquellos ordenadores es que en una fracción de segundo podían borrarte una página que te había costado horas de trabajo. Ni siquiera Juan Carlos Collada, el responsable de Informática que puso en marcha todo el sistema y trató de enseñarnos a manejarlo, podía hacer nada para recuperar los archivos desaparecidos que había que volver a reescribir.

Estas dificultades añadían una presión adicional al estrés de los primeros números. De hecho, uno de los redactores acusó tanto la presión que en un arranque de ansiedad decidió renunciar al trabajo y se marchó sin más, dejándonos a todos boquiabiertos.

A pesar de la tensión y del cansancio, trabajábamos sin apenas dormir, alimentándonos del menú del restaurante Paco's, al que acudíamos en grupos, como si fuésemos concursantes de un Gran Hermano particular. En aquellos días descubrí el poder energético del chocolate, gracias a la mousse de la cafetería Williams, que me ayudó a superar el verano de 1988 sin que me diera una lipotimia.

Redactores, fotógrafos, archiveros, telefonistas, comerciales y administrativos aprovechábamos cualquier excusa para reunirnos al acabar el trabajo, como si no tuviéramos casa o como si nuestra vida anterior hubiera dejado de contar.

De la primera hornada quedamos pocos, pero no hemos perdido el vínculo de la Plaza Romea. Las nuevas generaciones que han ido incorporándose después tienen presente la fecha del 25 de mayo de 1988 porque coincide con el número de la Lotería al que jugamos en Navidad.

Pese a los contratiempos, todos éramos conscientes de que asistíamos a algo muy especial. Algunos de nosotros habíamos vivido antes la dura experiencia del cierre en otros medios y no podíamos dejar de sentir que la vida nos estaba dando la oportunidad de desquitarnos y de reinventarnos en un periódico que partía de cero, sin hipotecas ni ataduras.

Casi todos éramos muy jóvenes, pero agradecimos la posibilidad de asistir a aquel momento, conscientes de que la aparición de un nuevo diario iba a contribuir también a mejorar la calidad de la democracia en esta región.

Por la dirección pasaron después Ramón Ferrando y Avelino Rubio, ambos fallecidos, al igual que otros compañeros a los que seguimos recordando.

Tras el fallecimiento de Avelino en 1992, Paloma Reverte digirió La Opinión durante veinte años, hasta que fue sustituida por José Ángel Cerón.

Cuando la primera planta del Palacio Vinader se quedó pequeña nos trasladamos a la Plaza Condestable, a un local que después sería ocupado por una discoteca, y en 2001 estrenamos un edificio propio en la plaza que ahora lleva el nombre de La Opinión.

Después de una etapa de crecimiento espectacular vino la crisis y echó por tierra gran parte del esfuerzo que habíamos realizado, pero también hemos asistido a otros cambios impensables hace treinta años, como la aparición de laopiniondemurcia.es, que para nuestro actual director, José Alberto Pardo, es la niña de sus ojos.