Los hosteleros de Murcia se alzan contra el Consistorio municipal por motivo de la ampliación de las zonas de restricciones horarias y de espacio. Que además lo hagan con un cierre patronal en pleno festival musical que aprecia la imagen de Murcia entre los jóvenes de los cuatro puntos cardinales es un aparente contrasentido, pues cierran en el momento en que la caja hubiera olvidado sus magras noches de invierno. Pero las huelgas no se hacen cuando menos molestan, sino en el punto y momento en que la ciudadanía puede echar en falta el orden y la moderación. Quien se alarme por tal motivo, que los hay y muchos, demuestra un talante nada proclive a la convivencia y a reconocer los derechos del prójimo. Y quien se molesta por la huelga de bares y restaurantes tampoco parece ser lector de aquel poeta castellano de potente voz y verso libre que fue León Felipe.

Aquel zamorano que vivió tres años en una celda como vulgar delincuente, confesó haber dormido en el estiércol de una cuadra, lo que le hizo consciente de las penurias de su tiempo y las miserias de sus gentes. Se preguntaba en cierta ocasión por qué habla tan fuerte el español. Su conclusión era que hablamos en el nivel exacto del hombre, porque por tres veces hubimos de dar la voz hasta quebrarse. ¡Tierra! dijo uno, para avisar de que el mundo se hacía más grande ante la quilla de tres cáscaras de nuez. ¡Justicia! pedía aquél psicótico de magra sombra que paseó sus huesos por la mente de un visionario cubierto por una bacía de barbero. ¡Que viene el lobo! dijeron los pastores para ajar a la manda y aventar a los pastores cuando a las faldas de la sierra de Madrid se presentaron los regulares de una tropa rebelde y bien formada para restaurar el águila de otrora tiempos imperiales. Aún no se han marchado de nuestras mentes los restos de un tiempo de fierro y cáscaras de naranja que impusieron aquellos iluminados del orden.

Miro en un cuadro de Edward Hopper la imagen de la soledad urbana. Una pareja acodada en una barra frente a un barman entre servicial y confidente, mientras otro parroquiano escucha de espaldas. El ventanal que aparenta separarnos es un flujo de vida entre el interior y el exterior del café bar, es el cordón umbilical que nos une indefectiblemente a la escena cotidiana que nos refleja. Esa estampa es ajena a nuestra Murcia. Los bares, menos trasparentes, pero más próximos a la calle, no suelen estar tan vacíos, ni tan abiertos a la fría madrugada.

Me sorprende oír por varias veces similar el argumento: no puede ser que quien ha pagado un porrón de dinero por su casa en el centro, no pueda descansar por las noches. ¡Como si hubiera vaciado una tinaja llena de billetes! ¿Tan burgueses nos hemos vuelto que el descanso sea más merecido para el opulento que para el pobre?

¿O acaso añoramos al idílico huertano a quien nadie perturba el silencio de la noche? Para ese urbanita quejumbroso, recomiendo los bajos precios de las pedanías. Allí encontrará la paz de la necrópolis tan sólo alterada por el canto del gallo o el ladrar de los perros. El bar que tantas noches torturó el horario de mi padre, yace chapado por la crisis y la ruina de una algarabía de borrachos de suburbio. La vida de las pedanías es, además, muy instructiva para el amante de la democracia, pues le permite comprobar el pésimo estado del transporte público del municipio, que no ha hecho sino empeorar con relación al que teníamos hace más de treinta años. Si un vecino quiere ir en autobús de El Palmar a Beniaján, o del Cabezo de Torres a Espinardo, tendrá que coger el autobús que le lleva a Murcia y el que le aleja del primer mundo, ese que se preocupa por hacer peatonal el paseo de Alfonso X y que no mira por el aparcamiento de quien tiene que venir a la capital en vehículo propio para no depender de uno público que pasa cada hora, como poco, o que es carísimo si opta por el taxi. Si el vecino del centro se mira en el ombligo cuando sufre los ruidos, el de pedanías no tiene ni siquiera una acera de cemento para ir al pueblo de al lado. Es la diferencia entre las farolas de la Gran Vía y las del desvío de Sangonera la Verde, unas de modernos led y otras siempre apagadas porque no hay forma de evitar a los ladrones del cobre.

¡Que la ordenanza reguladora no se cumplía! Y eso justifica el endurecimiento de las nuevas condiciones. Curioso argumento de jurista de tres al cuarto. ¡Que las terrazas afean la vista de los espacios públicos y los edificios engalanados! ¡Vaya, pues lo suscribo! Que el bristró parisino o la 'brasserie' o simplemente la terraza italiana son mucho más vistosas, sin tantos toldos y calentadores innecesarios en esta templada Murcia. Podrá seguir siendo igual de acogedora la ciudad sin las carpas que se extienden ocupando las plazas y excluyendo a viandantes. Más es precisamente ese recogimiento el que oculta el bullicio del paisano.

Un grave problema del urbanismo moderno es la desertización del centro urbano, vivo durante el horario de oficina y más solo que la una durante la noche silenciosa. Algo que todavía está lejos de ocurrir en Murcia, donde aún se anda seguro por algunas calles porque hay un par de bares abiertos. La libertad que deseamos no termina donde empieza la del vecino, pues se necesitan la una a la otra, y la ciudad es el espacio donde concurren ambas. Si el barco no se hunde no es porque pese menos que el agua, sino porque se vale de las leyes del equilibrio.