La tierra es casi blanca, reseca; las piedras de los senderos que bajan desde el monte al pueblo hablan de sed y de pinazas marchitas. Sin embargo, las palmeras indican la proximidad del agua, de la huerta feraz y barroca que nace junto a viejas motas de riego y acequias. La Alberca es un rodal de Murcia que reúne el conjunto de contrastes de toda nuestra tierra.

No hace mucho tiempo alguien dijo que la esencia de España se encuentra en sus pueblos pequeños, a lo que habría que añadir, que su corazón y su alma se encuentra en sus gentes, en la mayoría de los casos sencillas y laboriosas. Fiel reflejo es La Alberca, pequeño universo donde se encuentran las múltiples circunstancias que comporta la sociedad en cualquier lugar del tiempo. Me voy a permitir una licencia musical: La Alberca es el trovo, la canción minera desgarrada, el quejío del trabajo que, hasta hace muy poco tiempo, interpretaba el inolvidable Paco 'El Maera'; el canto del humilde que a golpe de marro rompe el terruño para sacar la vida en forma de agua y golpea, reclamando con sus llantos la justicia que conlleva el orgullo del trabajo. La Alberca son los boleros de Pepe Montoya, que cantan al amor, a la naturaleza y a la vida; cigarra de existencia efímera, que confiada juega a vivir en el idealizado edén; y dice de paseos de los enamorados bajo las moreras lloronas de la vieja Sericícola; y habla de besos robados en las puestas de sol en calurosas tardes de verano. El eco que viene del Valle mezcla las viejas coplas con las canciones de hoy, un cóctel vitalista con caras tersas de ahora, y con los pliegues curtidos del ayer. La lección de la vida acompaña las horas, los momentos de tedio y alegrías.

Barra de cantina hospitalaria para la chanza, la tertulia y el buen comer es la del Centro de Mayores alberqueño, lugar donde la experiencia se reúne, aunque en los tiempos que corren la experiencia se vea marginada. Allí, en la tranquila calle Fuensanta, tan cerca de la subida del Valle y donde residiera y pintara el genial Antonio Gómez Cano; entre buganvillas, pinos y rosaledas, Víctor Manuel Martínez Ros, su esposa María Dolores Espinosa Mateos y las manos ágiles y hacendosas de María del Mar elaboran el rico y excelente condumio que hace posible la existencia. A la sombra de pinos centenarios se congregan los mayores para hablar de teatro, de pintura, de bordados y de tantas otras cosas que los días del merecido retiro ofrecen, mezclados con nuevas hornadas activas que acuden a deleitarse con las exquisitas galguerías que ofrece su Cantina al mejor precio: obligado el hombre a comer para vivir, la naturaleza le convida por medio del apetito y le recompensa con deleites. Víctor, Lola y Mar se esmeran en deliciosos aperitivos, comidas, meriendas y cenas entre aromas de galanes de noche y jazmines. La gastronomía, como afirmaba con razón Brillat-Savarin, es la ciencia rectora de la vida, ostentando nuestros protagonistas sobrada cátedra para la vista y el gusto de sus insuperables arroces murcianos, pollos y corderos a la brasa y el ineludible pulpo al horno, que convierte al lugar, por sus pescados y mariscos, en improvisado puerto de mar con extraños marineros atraídos por las viandas que allí se ofrecen.

Es la mesa la que nutre vidas, la que enciende inspiraciones, provoca y abastece por igual sembrados que pasiones y juegos prohibidos, entre turbintos, yedras y alhábegas, es La Alberca, la que atrapa sin engullir a señoritos, pintores, escritores o visitantes ansiosos que se acercan a solazarse y dar cuenta de su excelsa cocina.