Seguro que ustedes también habrán visto fotografías nocturnas de la tierra tomadas desde el espacio. En ellas las áreas que tienen la fortuna de pertenecer al mundo desarrollado -no así las muy extensas zonas pobres del hemisferio sur- aparecen en la imagen casi como un continuo de luz de distintas intensidades, mostrando sin duda el que ha sido uno de los principales logros de la humanidad hacia su calidad de vida: la conquista de la energía.

Sin embargo, el nivel de desarrollo que ha permitido que iluminemos la noche, combatiendo así el atávico temor humano a la oscuridad y permitiendo que nuestras actividades se prolonguen durante la jornada, parece no haber ido tan parejo con el mismo nivel de sensatez colectiva. Desperdiciamos una enorme cantidad de energía, de dinero, de recursos, de materia prima quemada, iluminando de forma ineficiente a través de un alumbrado que envía la luz hacia donde no es necesaria: hacia el cielo.

El derroche de luz a través de un alumbrado nocturno ineficiente y mal diseñado provoca no sólo un innecesario gasto público y privado de recursos, sino también una contaminación lumínica que ha sido reconocida por UNESCO como uno de los fenómenos contemporáneos de impacto ambiental. La contaminación lumínica no es otra cosa que la emisión de luz en intensidades o en direcciones que realmente no sirven para la realización de actividades en la zona donde estén instaladas las luces y que además se manifiestan en un aumento del brillo nocturno por reflexión y difusión de la luz en los gases y partículas del aire. La calidad del cielo nocturno queda así alterada hasta el punto de hacer imposible la visión de las estrellas y los demás objetos celestes.

Pero los efectos perniciosos de la contaminación lumínica no se reducen a esta falta de visión del cielo nocturno desde las ciudades, que alguien -no yo- podría considerar como un mero lujo poético. Los efectos económicos, sociales y ambientales de la contaminación lumínica son intensos. El derroche energético implica un gran coste económico. El aumento de la combustión y el consumo de recursos naturales sobreexplota los recursos, genera residuos, aumenta injustificadamente la emisión de gases invernadero, y daña al ecosistema nocturno hasta el punto -fenómeno no muy conocido por el público- de modificar las formas de vida o las rutas migratorias de numerosas especies.

Los efectos sociales también son evidentes. La iluminación mal dirigida deslumbra y reduce la agudeza visual, molesta el sueño, genera sombras demasiado contrastadas, e incluso los deslumbramientos y la iluminación excesiva puede llegar a generar problemas en la seguridad vial, justo lo contrario de lo que se pretende.

El caso es que la contaminación lumínica es un problema ambiental de los más absurdos porque realmente no interesa a nadie ni genera beneficios para nadie, más allá de las compañías eléctricas que ven enormemente abultada su factura. ¿Para qué iluminar hacia el cielo, donde no se necesita? ¿para qué derrochar si no es necesario? ¿para qué iluminar cosas o zonas en horarios donde nadie las disfruta?...