El escándalo suscitado por la sentencia de La Manada empujó a líderes políticos a declarar que quizá habría que revisar el Código Penal en lo concerniente al asunto de la violencia contra la mujer. No seré yo quien cuestione la necesidad de adecuar ésta y otras normas (sobre todo algunas recientes) a los estándares propios de un Estado de Derecho que efectivamente proteja a las mujeres y a la ciudadanía en general, pero lo cierto es que en lo tocante a la cuestión de esta controvertida resolución judicial, el problema no radica en la ley (manifiestamente mejorable), sino en la torticera e inadmisible aplicación que de ella han hecho tres jueces. Dos de ellos, tras describir minuciosamente un proceso que no puede ser definido sino como un acto continuado de intimidación y violencia, concluyen que no se han dado ni una ni otra y, por consiguiente, no ha existido violación, sino tan sólo abuso. Del voto particular me abstengo de pronunciarme porque de su delirio se ha dicho ya casi todo. Concluyendo, lo que aquí es un escándalo es la actitud hacia la dignidad de la mujer que presentan tres jueces navarros que, describiendo todos los elementos que definen una violación, por ideología determinan que la mujer agredida no ha sido víctima de ese delito.

Ideología la que subyace tras el comportamiento del juez Llarena, empecinado en que en Cataluña se ha producido una insurrección violenta contra el Estado, a pesar de que lo ocurrido tanto el 1 de Octubre como tras la declaración de la DUI apuntan a un delito de desobediencia, tal como indicó en su día el Tribunal Constitucional. Es decir, la posición política de algunos jueces ya no es que les induzca a una visión sesgada y restrictiva de las leyes, sino a su quebranto directo: el delito de rebelión está definido con precisión y concreción absolutas, e imputarlo a quien de ninguna manera, atendiendo a la objetividad de los hechos, lo ha perpetrado, nos conduce al terreno escabroso de la prevaricación judicial.

Ideología la que conduce al fiscal de Cataluña a ordenar la detención de una dirigente de los CDR a quien acusa de terrorismo por cortar carreteras. En este caso, es cierto que la modificación experimentada en 2015 por el Código Penal en lo tocante a este delito amplió su ámbito de aplicación, pero una dosis de cordura empujó a la Audiencia Nacional a estimar que en el comportamiento de la líder independentista sólo había desórdenes públicos, no terrorismo.

Ideología la que llevó en su día al Supremo a inhabilitar al juez Garzón por la instrucción que éste desarrollaba por el caso Gürtel, en una sentencia claramente arbitraria y sin precedentes en cuanto a su motivación y desarrollo.

Ideología la que está encerrando a artistas en la cárcel por delitos de 'enaltecimiento del terrorismo' o 'injurias a la Corona', conceptos que se hacen prevalecer sobre el de libertad de expresión.

Ideología, en fin, la que impregna la reciente sentencia sobre la Gürtel, donde no han ido a la cárcel los corruptores (empresas) y los corruptos (PP), sino quienes han hecho de intermediarios entre unos y otros.

Por consiguiente, se puede colegir que, si bien la legislación ha retrocedido, adoptando en algunos de sus aspectos perfiles inquietantes que la hacen incompatible con las pautas de un sistema de libertades, todavía ofrece márgenes de interpretación para que, desde una perspectiva basada en el espíritu democrático y el sentido común, no se llegue a la práctica derogación de la democracia. Si ésta aparece hoy amenazada es por la existencia de un poder ejecutivo que se ha dotado de instrumentos (Ley Mordaza) para cercenar los derechos; y, sobre todo, de unos jueces con mentalidad machista y ultraconservadora que hacen una lectura en ocasiones ilógica y forzada del cuerpo legislativo. Y que después se quejan de las movilizaciones sociales contra sus resoluciones.

En definitiva, justicia partidista en un contexto de ausencia de separación de poderes. Lo que viene a ser un Régimen.