He seguido con atención y perplejidad dos casos de bebés enfermos muy similares que han tenido lugar en Inglaterra en estos últimos tiempos, el de Charlie Gard en Londres el pasado mes de julio y el de Alfie Evans en Liverpool esta última semana.

Al leer la información me han venido a la cabeza diferentes conductas que han seguido distintos pueblos a lo largo de la historia. La primera de ellas, Esparta. Según Plutarco, los espartanos eran de la opinión de que dejar con vida a un ser que no fuese sano y fuerte desde el principio no resultaba beneficioso ni para el Estado ni para el propio individuo. Por lo tanto, a estos desgraciados niños les esperaba un futuro poco afortunado, ser abandonados o arrojados al vacío desde el monte Taigeto.

En segundo lugar, Roma, en el que, a pesar de ser la cuna del Derecho tal y como hoy lo conocemos, las prácticas no eran especialmente civilizadas. Las Doce Tablas de la ley romana obligaban a matar al niño que naciera deforme y a ello se añade la permisividad que existía con el infanticidio de niños recién nacidos, sobre todo niñas, que eran consideradas una carga por lo que muchas familias sólo tenían una.

En tercer lugar, el imperio azteca, donde los niños eran arrojados al abismo de Pantitlán como rito propiciatorio contra la sequía, e incluso se consideraba que cuanto más lloraran durante su traslado, mejor era el agüero.

Para desterrar semejantes salvajadas en estos pueblos tan poderosos tuvo que llegar el cristianismo, esa religión tan denostada por algunos en nuestros días, pero que entre sus pilares esenciales predicaba dos conceptos que cambiaron de raíz estas costumbres bárbaras: la igualdad radical entre las personas y la sacralidad de la vida humana. Tras unos siglos en que en nuestra cultura casi nadie discutía estos principios, el oscurecimiento del cristianismo ha generado una vuelta a prácticas que parecían desterradas.

Durante la Alemania nazi fue implantado un programa llamado Aktion T4 para la eliminación de enfermos incurables, ancianos, niños deformes, es decir, todos aquellos que eran considerados una carga para la sociedad. Las similitudes con el caso de los bebés británicos, a mí, me parecen evidentes. Un estado todopoderoso e inmisericorde decide si una vida es digna de vivirse o no, por encima de la opinión de unas familias humildes, que no tienen grandes recursos económicos, pero que, como cualquier familia normal, haría cualquier cosa para intentar curar a su hijo o por lo menos, mantenerlo más tiempo con ellos. Y encima, para poner la guinda al pastel, las familias piden poder llevar a sus hijos a otro hospital de otro país sin costarle una libra al erario público británico, con el objetivo de recibir otro tipo de tratamiento, y el Estado se niega. Y además, el Tribunal Europeo de Derechos, ríanse a mandíbula batiente, Humanos, les niega el amparo. Resulta realmente descorazonador que esas familias solo reciban el apoyo loable del papa Francisco, que ya lleva advirtiendo desde hace tiempo de la cultura del descarte y un par de políticos europeos continuamente vejados por las altas instancias de la Unión Europea, el presidente de Polonia, Andrezj Duda y el primer ministro de Hungría, Viktor Orban. El resto, nada. Y el que calla otorga.

Independientemente de la enfermedad de esos niños, que nadie discute que puede ser incurable, pero que también es cierto que no se intentó ninguna alternativa desde el principio, según han contado las familias y no han desmentido los hospitales, lo realmente grave es la intromisión del Estado en la esfera privada de las familias. Es más, conocemos casos excepcionales (como el de las transfusiones de sangre en los testigos de Jehová, o casos de progenitores con algún tipo de trastorno severo) en los que el Estado debe intervenir. Pero debe intervenir para amparar al ciudadano particular, debe intervenir porque la vida de los niños está en peligro. Porque esa es la misión del Estado: proteger a los individuos.

Por eso, los casos que comentaba me parecen especialmente graves: son un retroceso a los tiempos de Esparta o el mundo azteca y, por otra parte, un desprecio de las vidas individuales que están al arbitrio del Estado o, lo que es lo mismo, hay un sutil deslizamiento desde la función del Estado como garante de la vida y libertad del individuo al papel del individuo como servidor del Estado, un monstruo ante el que puede sacrificarse el individuo, su vida y su libertad.

Con los antecedentes que hemos tenido y observando la forma de funcionar de nuestros políticos a cualquier nivel, yo, de ustedes, no me quedaría tranquilo.