Confieso ser un cinéfilo que ya no va a las salas de cine. Rara vez me animo a pesar de mi pasado con ínfulas de crítico de estrenos. La calidad de las televisiones actuales (y los sofás lounge), con su inagotable oferta de películas y series hacen innecesario salir de casa. Puede también que desde el advenimiento de las minisalas, acudir al cine haya dejado de ser el mágico esplendor que transportaba a otros mundos.

¿Qué ha sido de aquellas grandes pantallas? Las nuevas generaciones nunca podrán comprender el estremecimiento que suponía ver en cinerama o vistarama un buen plano secuencia o la abertura de un zoom como aquel magistral de la escena de la estación de Atlanta en Lo que el viento se llevó.

Quiero decir que ya no sigo los estrenos, ni siquiera los Oscar o los Goya y toda esa parafernalia del espectáculo venida a menos y agitada por fantasmas de acosos sexuales y pensamientos políticamente correctos, entretenido como ando con las novedades de Netflix, las interminables series de HBO o la parrilla de Movistar o Filmin. En esas estamos cuando una noche tonta acudimos a una sala de proyecciones con buenas intenciones y no reconocí ninguna de las películas que figuraban en cartel. Como me interesa la historia (la del pasado) decidí entrar para ver una que llevaba por título La muerte de Stalin. Éramos media docena de espectadores y no había oído hablar de aquel filme, tan solo mantenía la esperanza por la presencia de Steve Buscemi en el reparto de una producción francesa dirigida por un realizador de apellido italiano con actores anglosajones y temática rusa. Me partí de risa. Me partí al seguir un vodevil divertido e inteligente, con unos diálogos ocurrentes, llenos de sentido histórico y con una potente carga vitriólica. Hacía tiempo que no veía una comedia tan desternillante y que cobraba todo el sentido de una crítica despiadada e hilarante sobre uno de los episodios más catastróficos de la política contemporánea: el crudo stalinismo que imperó en la Unión Soviética hasta la muerte del dictador georgiano en marzo de 1953, por un supuesto ictus cerebral que, en la película, se confunde con un atragantamiento.

La ridiculización que la película hace del comunismo en su versión más sórdida no se justifica solo por razones ideológicas, que también, sino por las bajezas comunes a la condición humana: las luchas por el poder, el egoísmo, la indignidad, la traición? todo aquello que de miserable la política refleja de un modo exponencial como si fuera un espejo del hombre. El hombre es un lobo para el hombre, decía Thomas Hobbes, considerado el fundador de la filosofía política moderna. Tal vez por eso la comedia sea el mejor antídoto contra la inmoralidad del hombre político, de cualquier ideología.

Al volver a casa investigué los créditos de La muerte de Stalin. Resultó ser que su director, Armando Iannucci no es italiano sino escocés, y lleva años rodando en EE UU, entre otras la serie Veep, otra frenética comedia, con un punto delirante, sobre una ficticia vicepresidente norteamericana y el entorno de la política enloquecida en Washington. Este tal Iannucci ajusta cuentas tanto con los comunistas como con los capitalistas. Tanto que su película ha sido prohibida en la Rusia de Putin porque se sienten ofendidos.

Quizás por eso me vino al recuerdo de inmediato aquella gran película política del maestro Billy Wilder, Un, dos, tres (1961), que narraba el atropellado noviazgo de una pija americana, hija del presidente de la Coca Cola, con un joven comunista y guapo de la RDA. Wilder adaptó otro vodevil teatral para llevar a cabo una sátira que arremetía tanto contra los comunistas, a los que ridiculizaba, como a unos esperpénticos capitalistas. Wilder, no hay que olvidarlo, era judío austriaco y huyó de los nazis rumbo a Hollywood para convertirse en uno de los gigantes de la comedia de todos los tiempos siguiendo a su maestro Ernst Lubitsch, responsable de otra impagable farsa cinematográfica dedicada al nazismo en plena guerra, To Be or Not to Be (1942).

Lo que siento es que La muerte de Stalin ya no podrán verla en el cine. La han quitado del cartel tras un discreto periplo popular. Tendrán que esperar a que la den en las plataformas televisivas de pago porque el cine de éxito ya solo pertenece al ámbito de las superproducciones con efectos especiales o, en su defecto, al minoritario cine denuncia proveniente de producciones tercermundistas realizadas por intelectuales acomodados y formados en Occidente.

Pero si les gusta el cine político o sobre la política, están de enhorabuena. Es uno de los filones actuales. En las últimas semanas han circulado dos cintas sobre Churchill, otra contando las peripecias del joven Marx, los thrillers de Spielberg, y una magnífica sobre Afganistán con Brad Pitt ( La máquina de guerra, exclusiva de Netflix). Abundan las películas comprometidas, sobre la historia, biográficas, documentales incluso como las soflamas de Michael Moore, pero rara vez nos encontramos con una comedia, que es a la política como un diamante pulido a la geología. Lo sabían los griegos, que admiraron a Aristófanes, y hasta lo supo John Ford, quien en su escarceo sobre la política de su tiempo filmó una lúcida comedia ligera, El último hurra (1958).

Y si no quieren salir de casa, sintonicen The Good Fight, producen capítulos cada dos semanas incorporando diatribas contra lo ultimísimo de Trump: del noticiario a la serie de un tirón.