Entré por el extremo de la calle que linda con el mar, y me quedé quieto en la acera de la derecha, con la espalda pegada en la pared, como un viejo pasquín a punto de ser arrancado por la ventolera de los días. Frente a mí estaba la casa donde nací, donde nacimos mi hermano y yo. Y donde crecimos los primeros años. Y donde empezó nuestra crianza de cuerpo y andanza del alma. Y me quedé suspendido del espacio y del tiempo, como se quedan los recuerdos nonatos, que viven en el limbo de las cosas vírgenes y afloran de pronto, sin quererlo ni proponerlo, para olvidarlos inmediatamente y que no pierdan su pureza? Y me sentí como un fantasma de lo que fui, sin saber si era yo real o tan solo que una proyección de la primera vida que habitó en mí. Y, por un momento, un instante fugaz, vi a los amigos de arriba, con los que jugábamos y nos comunicábamos a través de nuestro patio, y de su terraza con celosía. Y vi a los vecinos del otro extremo de la calle en sus idas y venidas. Y me vi a mí mismo correr por la playa que fue, como en un fogonazo de luz oscura.

Luego, se pregunta uno qué de mí había latente en aquel crío de breves años, o qué de aquel chiquillo puede quedar en mí, que estoy mucho más cerca de la gatera de salida que de aquella lejana entrada que apenas ya recuerdo. Y si la recuerdo viene contaminada por una existencia que la deforma groseramente y la trae a la memoria de manera dudosa. Lo mismo que uno se pregunta también por qué queda en un olvido latente, y para qué nos sirve, si es que vale para algo? E intuyo que sí, que tiene que tiene que servir de algo. Que la vida de una persona no es como un plan de pensiones, que se calcula según los últimos equis años cotizados, si no que el plan de la existencia personal es calculada toda la vida vivida, con mayor valor la primera parte que la última si cabe.

Porque toda la vida vivida, valga la redundancia, la abundancia y la importancia, es demasiado valiosa como para olvidarla, por mucho que nos empeñemos en creer que somos seres anodinos e imperceptibles. Toda una vida cotiza por toda esa misma vida, no por una parte de ella. Y quizá ahí esté el nudo gordiano del asunto. Que olvidamos toda aquella parte que consideramos insignificante y recordamos todo aquello que calificamos de importante. Así mismo funciona la memoria selectiva. Pero es posible que nos estemos equivocando. Y que le estemos dando un valor sobredimensionado a lo que, en realidad, no lo tiene: a nuestros logros profesionales, nuestros hechos sociales de los que nos sentimos tan orgullosos, nuestros hitos y nuestras hazañas y proezas relevantes? y que por eso no recordamos todo lo que no le damos importancia, aunque la tenga tanto o más aquello que olvidamos. Si bien yo, personalmente, creo que no recordar no es olvidar. Que podemos no recordar, pero la memoria de la vida no olvida. Que queda todo grabado en algún pliegue de la misma, en algún rincón de la mente, en alguna esquina del espíritu o en alguna nube del alma.

Y si eso fuera así, y yo creo que así es, algo ajeno a lo que podemos pensar lo está valorando mientras nosotros solo valoramos una vana y vanidosa parte. Y lo digo porque no hay nada inútil en la naturaleza de las cosas y de los casos. Absolutamente nada. Y si hemos vivido más de lo que recordamos, y todo es por algo sin que nada sobre en ninguna existencia, es por alguna causa y motivo que quizá nosotros no llegamos a comprender.

El principio es escandalosamente simple: si nada existe por nada ni para nada, solo viviríamos aquel tiempo que consideramos digno de recordar. El resto sería superfluo, y moriríamos el resto. Pero ya digo, nada hay de superfluo en la economía natural. Nada. La cuestión entonces es que ignoramos los qués, los porqués y los cómos? Quizá algún día de los principios de la humanidad lo supimos, y, al igual que gran parte de nuestra vida actual, también lo olvidamos. Puede ser que algún día de algún futuro de esa humanidad lo volvamos a saber, recordándolo de nuevo. Es posible que llegada nuestra última hora lo recuperemos todo, y entonces sepamos las causas y los motivos de lo que hemos soslayado.

Las religiones procuran no abrir esa puerta totalmente, manteniéndola cerrada solo lo suficiente como para hacer depender a las personas de las interpretaciones de sus iglesias. Una puerta entornada es peor que una puerta cerrada. Solo atisbas lo justo como para confundirte, y lo bastante como para no dejar ejercer a la imaginación. Y así te mandan al limbo nada más nacer.

Así que yo me quedé allí, donde empecé en este artículo, un tiempo impreciso, como alelado, colgado de mí mismo y de una dimensión conocida por desconocida. Intentando rescatar lo que he perdido de mi yo perdido. Queriendo saber lo que supe y ya no sé? Y luego me fui de aquel lugar donde empecé el primer día de mi vida. Y me marché con la sensación de un vacío lleno de vivencias que ya no conozco porque no me reconozco.

Y me pregunto si acaso me he conocido a mí mismo alguna vez. 10,30h.http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php