La ciudad suele ser un tema bastante habitual en la filosofía reciente. Los enfoques son numerosos, variados, y muchos interesantes; incluso diría que (algunos) imprescindibles para comprender problemas importantes de nuestro tiempo. Sin embargo, la filosofía no ha acometido aún la tarea específica de elaborar una teoría de la ciudad rigurosa, bien aquilatada conceptualmente. Falta lo que Lefébvre llamaba una 'epistemología urbana'. Me explico: esos trabajos a los que me refiero se ocupan, por ejemplo, de la relación entre ciudad, espacio y poder; o de la relación entre ciudad, economía y globalización; de la forma en que la ciudad ha sido representada, narrada (y pensada) a lo largo de la historia; y en otras ocasiones de apuntalar, con éxito a veces, reflexiones que proceden de otras disciplinas, como la antropología urbana, el urbanismo o la sociología, que es la que se lleva la palma a la hora de inventar etiquetas tipo 'ciudad inteligente', 'ciudad miseria' o 'ciudad transición'.

Ahora bien, lo que la filosofía debe aportar a este debate es un orden común de discusión; es decir, un conjunto de conceptos, bien articulado, que funcione como un lenguaje susceptible de ser ampliamente compartido. ¿Con qué objetivo? Dar cuenta de lo que significa habitar. Este es un fenómeno sumamente complejo, y no ya porque formas de habitar o vivir haya muchas, como suele decirse, sino por la complejidad de los arreglos técnicos y las infraestructuras que dichas formas de vivir precisan para su reproducción. Lo cual es un problema, esencialmente, de diseño. Por tanto, en lugar de dar definiciones para periódicos o tuiteadas del estilo «la ciudad es un lugar de llegada» o «la ciudad es un lugar de conflicto», etc., una teoría de la ciudad debería ser una reflexión capaz de reunir, dentro de un mismo marco teórico, la cuestión de lo habitacional, la del diseño, y la de su racionalidad. Y su función principal, proporcionar herramientas para pensar con rigor acerca de cómo diseñamos los entornos en los que vivimos, y al mismo tiempo, poder intervenir críticamente sobre ellos (mediante medidas correctoras bien fundadas éticamente).

Para acometer esta tarea proponemos recuperar a un arquitecto cuyos textos, desgraciadamente, no han sido muy leídos en España. Nos referimos a Christopher Alexander, cuyas primeras obras (años setenta), aspiran a poner las bases de una teoría de la ciudad basada en lo que denomina 'lenguajes de patrones'. Los patrones son para Alexander categorías habitacionales; es decir, categorías que describen, explican (y nos permiten conocer) el modo en que se organizan nuestras ciudades (y nuestras vidas en ellas). Los patrones dan cuenta, estrictamente, de las formas en que diseñamos los lugares donde vivimos. Cada patrón se corresponde con un problema de diseño. Pongamos ejemplos: una cuadra, una calle peatonal, un huerto urbano, un centro comercial, una wifi pública, una flota de coches autónomos, o el soterramiento de un tren con vistas a no partir en dos un barrio.

Siempre se trata de patrones, o mejor dicho, de lenguajes de patrones (porque los patrones nunca se presentan aislados, sino conformando 'repertorios' o conjuntos de patrones interrelacionados), donde cada uno de ellos, señala Alexander, «define una actividad o un lugar o una cosa y sus respectivos comportamientos humanoa». De ahí también su condición de elementos eminentemente culturales, «formas de objetividad del ser social», diría Lukács.

En otros artículos revisaremos más a fondo el concepto de patrón y los diferentes niveles de su estructura interna (de la cual es posible deducir una concepción controversial de la ciudad que urge elaborar). También trataremos de explicar lo importante que es encajar cualquier reflexión sobre la ciudad y su diseño con una buena teoría acerca de nuestras necesidades y capacidades. La filosofía ha tendido a pensar la ciudad sin preocuparse demasiado de estos aspectos, y si algo ponen de relieve los lenguajes de patrones es que no sólo nos capacitan para hacer cosas (no sólo modulan y afinan nuestros 'funcionamientos', diría Amartya Sen), sino que también son, según la terminología de Max-Neef, 'satisfactores' de necesidades (cómo lo hacen, ése es el problema). E intentaremos exponer, asimismo, cómo nos ayudan los lenguajes de patrones a pensar el futuro de las ciudades de acuerdo al problema de los límites naturales del ecosistema del que formamos parte. Es evidente (demasiado ya) que cualquiera que se interese hoy por pensar la ciudad, debe abordar la relación entre nuestros modos de habitar y la gravísima situación medioambiental.

Y ya para terminar, quisiera recordar qué es lo que condujo a Alexander a pensar la ciudad en términos de lenguajes de patrones. La gente, escribe él mismo, ha perdido el poder de intervenir sobre los lugares en donde vive. No colabora en el diseño de sus ciudades. No hay control democrático de ningún tipo. Por eso es necesario (y urgente) armar un vocabulario, un marco teórico, que permita cambiar la situación. Los lenguajes de patrones son, precisamente, herramientas para recuperar la ciudad y elaborar otra concepción del diseño más democrática. Puede que estemos a tiempo de compartir esta motivación y explorarla cuanto podamos.