25 de MARZO

CJC. Entre los quince libros de segunda mano que compré hace unos días se hallaba Camilo José Cela, perfiles de un escritor, de Adolfo Sotelo Vázquez. Lo he devorado de una sentada. Los defectos de Cela no son ciertamente escasos, empezando por algunos tics fatigosos en su estilo o por las muchas páginas de puro relleno que publicó. Aun así, sigue siendo un faro que nos atrae con su luz. Manuel Vicent me dijo de él que había tenido tres épocas; la primera, la de censor franquista; la última, la del payaso mediático anheloso de fama. Ambas las consideraba despreciables. Pero entre medias se encontraron sus diez mejores años, cuando dirigió la revista Papeles de Son Armadans desde Mallorca y dio acogida en ella a varios autores exilados.

Uno de los capítulos de este caleidoscópico libro de Sotelo habla de esa etapa. En pleno apogeo del franquismo, Cela se negó a recibir subvenciones públicas para conservar la independencia de su revista, por lo que (le escribió a Aleixandre) no contaría con otros soportes que «mis entusiasmos, las suscripciones y tal vez algo de seleccionada publicidad». César González Ruano anotó que Cela había creado un ambiente donde «se respiraba libertad y naturalidad». Supo aglutinar en torno a sí a los mayores talentos de la época, como Jorge Guillén, Alberti, Picasso, Max Aub, Juan Goytisolo, Ignacio Aldecoa, Juan Eduardo Cirlot, Américo Castro o Luis Cernuda.

En el rincón más escondido de mi despacho guardo unos cuarenta ejemplares de Papeles de Son Armadans; algunos los compró mi padre y otros yo. Llevan años siendo pasto de las lepismas y del olvido. Examino algunos mientras mantengo la cara a cierta distancia para no respirar el polvo que desprenden. Su papel verjurado de color hueso, la exquisita tipografía (quizá Bodoni), sus xilografías antiguas, algunas hojas aún intonsas... Son hermosos. Representan otra época, transmiten una especie de felicidad por la literatura, de amor hacia la literatura, que los comerciantes actuales (incapaces de discernir el libro de otras mercancías como la comida envasada) están logrando que se pierda.

25 de MARZO

Series. Hace poco Sonia Martínez, productora de televisión, afirmaba en una entrevista que «las series se han convertido en la literatura del siglo XXI; la gente lee menos, pero necesita que le cuenten historias». No ser adicto a ninguna teleserie supone hoy mantenerse al margen del mundo. A todas horas y en todos los ambientes se oye mencionar Juego de tronos, Narcos, Vikingos, Stranger things... Del mismo modo en que me resistí en su día a usar el móvil de pantalla táctil, también persevero ahora en no dejarme contagiar por esa nueva fiebre.

Una excepción ha sido El asesinato de Versace. A priori imaginaba uno de esos biopics televisivos llenos de clichés y sin ningún interés, pero ha terminado atrapándome por su atmósfera y por la forma en que rompe la línea temporal, muy a lo Tarantino. La serie no retrata en realidad al modisto, sino a su asesino, el desquiciado Andrew Cunanan. En una escena, tras matar a uno de sus amantes, se tumba junto a él en la hierba y le pasa el brazo por encima. Hay un instante en que se queda hipnotizado observando cómo un grillo se pasea por la camisa de su víctima. En ese minúsculo detalle he empezado a percibir que estaba viendo una obra de arte.

28 de MARZO

Los ‘Coloraos’. Es noche de Miércoles Santo y estamos tomando tapas en un bar de la Plaza de las Flores, a través de cuya cristalera vemos desfilar a los cofrades de la Preciosísima Sangre, más conocidos por ‘los Coloraos’. Recuerdo dos imágenes que me asombraron de Murcia cuando arribé hace casi tres décadas. Una fue el mar de vainas de haba que anegaba el suelo de un bar de Sangonera. La otra, esta procesión tan discordante con las de Andalucía. Los ‘Coloraos’ usaban capirotes sin máscara, llevaban leotardos blancos, lucían extravagantes barrigas (al principio no sabía que contenían caramelos) y marchaban como una tropa de irregulares. Inicialmente todo aquello me pareció impropio de la Semana Santa, aunque luego recordé que en Baena, Córdoba, había visto desfilar nazarenos a cara descubierta fumando enormes vegueros.

29 de MARZO

¡A Guardamar! Salgo con la bicicleta en dirección al Mar Mediterráneo. Hace buena mañana y la gente pasea entre Molina y La Ribera por lo que antaño fuera camino del ferrocarril. Huele a primavera. Pedaleo con energía. A medida que me cruzo con otras personas, oigo retazos sueltos de conversaciones. «La llamo y no me coge el teléfono». «Luego dicen los vecinos que avisaron porque olía». «Y le digo a Ramón, ¡qué coño!». «La crisis ya encima y acababa de instalarse». «Ayer le dije a ésta el refrán de…». Parece como si fuese desplazando la aguja a lo largo del dial y cambiando constantemente de emisora de radio.

Me cruzo con Rosa, prima de mi mujer, que exclama: «¡Los he visto más ligeros!». «¿Sabes a dónde voy?», le grito mientras me alejo. «¡A Guardamar! ¡He quedado allí con tu prima para comer!». Siento esa alegría propia de las cosas que empiezan. Veo bancales recién regados. Pescadores. Tórtolas. Mimosas que revientan de amarillo. Vinagrillos entre los limoneros. Frentes sudorosas. Rostros protegidos con mascarillas contra el polen. Piraguas. Un huerto de apio que huele como una olla de cocido. Una pintada en un poste de electricidad: «Apaga tu Facebook». Ovejas. Sierras secas a ambos lados del río…

A la altura de Orihuela, desisto de tomar notas. Llego hasta la desembocadura. Es mediodía.

31 de MARZO

Esqueleto.Estoy sentado a una mesa con los codos apoyados y echado un poco hacia adelante, de modo que me sobresale la clavícula. Me la palpo. Es un hueso recio, largo, protuberante. Siento el esqueleto que hay dentro de mí, ese armazón que viene sufriendo pequeños cambios desde que surgió en los peces teleósteos. De repente cobro plena consciencia de los millones de años de evolución de la vida, de ser sólo un humilde mamífero que intenta atrapar lo fugaz en un papel.

Nada hay sobre la Tierra que no sea insignificante.