En el antiguo modelo administrativo, la defensa de los intereses generales no residía exclusivamente en las Administraciones públicas, puesto que la consecución del bien común es empresa de todos los ciudadanos. Prueba de ello es la Administración corporativa, formada por los colegios profesionales, cámaras y otras instituciones de base privada pero con fines y funciones de interés público. Cierto que algunas de estas instituciones son herederas de los gremios, mas ello no las constriñe al interés privado, pues estaba en su naturaleza procurar la pureza de los oficios y la pulcritud de las profesiones para bien de la estabilidad del burgo, pues en ella descansaba su independencia frente al poder feudal. Eso llevaba a que el comerciante que no tenía liquidez ni solvencia para atender sus compromisos de pago, viera cómo las autoridades de su gremio rompían su mesa en la lonja. De ahí viene el nombre de bancarrota, que significaba la expulsión del gremio y el oprobio social. Después vino el nombre de quiebra, todavía expresivo, hasta que el de concurso lo hace parecer una rifa que siempre ganan los mismos.

Pero el devenir de los tiempos ha ido haciendo cada vez más voluminoso el Leviatán del Estado, como si éste fuera el único responsable del interés general. ¡A los españoles nos lo van a decir, con tanto listo mamando de la gran ubre! Y la Administración corporativa ha ido cediendo sus pequeños monopolios del control de las profesiones y oficios y su deontología en favor de una Administración mastodóntica, hipertrofiada y no precisamente incorrupta. Los presupuestos generales de las Administraciones públicas son también mucho más cuantiosos cuando se trata del fomento que también hacían las corporaciones, de manera que los magros recursos de éstas merman sus posibilidades en favor del clientelismo de los prebostes.

Pero no todo es consecuencia de la voracidad de la Administración, pues hay una parte imputable a la dejación de la sociedad civil. A nadie parece interesarle salvar a las viejas instituciones o lo que representaban. Las cámaras agrarias se malvaron copadas por las organizaciones sectoriales, las de la propiedad urbana se redujeron a asociaciones de rentistas y los colegios profesionales siguen cada vez más acosados por unos podres públicos que los miran como grupos de presión y reducen sus competencias, al tiempo que alimentan a otros grupos mucho más turbios, defensores de su particular ánimo de lucro.

Las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, son claro ejemplo de estas instituciones que se deslizan entre la insignificancia y la tradición. En su día agrupaban a los comerciantes, industriales, marinos y armadores, mas hoy se ven sustituidas por las asociaciones empresariales que, con el reclamo de la representación patronal, las sustraen a sus funciones públicas, relegándolas a un papel cuasi testimonial en la formación del empresariado y los profesionales, el fomento de las relaciones comerciales y el arbitraje en la solución de conflictos. Mas, por otro lado, la voracidad competencial de los poderes públicos, que multiplican los mecanismos y procedimientos de control al tiempo que engrosan su plantilla de puestos vitalicios y proyectos macroeconómicos ineficientes para merma de los recursos comunes y de la iniciativa privada.

Basta echar un vistazo a la normativa reguladora de las Cámaras para comprobar su ninguneo por el poder legislativo. Los fines de estas instituciones se limitan mayormente a su propia representación (en las agrupaciones de cámaras, como si fuera una definición tautológica en la que el mismo término se significa a sí mismo) y a las funciones que les asignan las leyes para apoyo de las Administraciones. Y así nos encontramos con otros panteones de la rutina administrativa, donde se amplifica el vocerío de la chufla gobernante y se lauda y condecora a los regidores de la cosa pública para lisonja de sus familias y maravilla de sus acólitos.

Hace poco que cambió la presidencia de la Cámara murciana y, escondida bajo noticia de una completa renovación, vuelven a oírse los ecos de los programas del Gobierno regional. Mas quiero pensar que mi apreciado Miguel López Abad tendrá la inteligencia suficiente para recuperar el antaño prestigioso brillo de la vieja institución, rescatándola de un purgatorio que más parece la antesala del olvido. No tuviera yo el ascendente del maestro Jacobo de las Leyes para inducir en su ánimo lo que éste incitara al Rey Sabio, pues a su diestra pluma debemos el códice de las Siete Partidas y otras piezas que rezuman el consejo más no la lisonja del poderoso Alfonso.

Pero, si de mi baja lira tanto pudiese el son que un momento? le hiciera volver la vista hacia la calle que discurre bajo el balcón de su sede, a la sociedad civil de la que proviene y en la que se mueven comerciantes y profesionales liberales, industriales, artistas y navegantes, pues les placería ser invitados a una institución que promoviera iniciativas que hagan lucir a la sociedad murciana. Guardaría en la caja fuerte las medallas protocolarias que a los prebostes adulan y puliría los nobles metales de antaño, entre los que se cuenta el latón de los humildes, el acero de los fuertes y el hierro de los duros. Proyectos hay, que empolvados en viejos estantes, lucirían públicamente engalanados. Uno de ellos tuvo un tiempo propicio cuando se reformó el planeamiento urbanístico de esta ciudad, pero cuando todo depende de la especulación del ladrillo y las altas torres de ventanales alturas, nadie piensa que esta ciudad hace tiempo que no tiene un recinto ferial donde convocar exposiciones para gloria y lucimiento internacional.

Qué triste pedir agua para todos y que sea Zaragoza la organizadora de la Feria Internacional del Agua y el Medioambiente desde hace más de veinte años. Tiempo ha que no divisamos la vanguardia. De nada sirven el Gorguel, el aeropuerto y el AVE, si sólo podemos ofrecer los fantasmas y el polvo del abandono. Seamos realistas, Miguel, creamos en lo imposible.