Su nombre es el secreto más bonito que tengo. Ella es lo más bonito que tengo. Uno no elige en qué momento llega a la vida de las personas y yo siempre he sido un experto en llegar tarde. La realidad puede ser dolorosa, pero aún así, siempre es preferible a la mentira.

—Mientras quieras que te espere —suelo decirle.

—Mientras me quieras esperar —responde ella por toda respuesta.

Nunca hablamos de plazos. Ni siquiera soy capaz de ponerme un plazo a mí mismo porque ya no me imagino sin ella y es cierto que la voy a esperar mientras ella lo necesite. Sé que a ella también le duele no tener esa respuesta que no le pido.

Nunca he sido celoso, es más, cuando he estado atrapado en alguna relación (porque hasta ahora siempre me he sentido algo atrapado), he deseado que la otra persona encontrase a alguien y facilitase así el punto final. Siempre me ha costado acabar las cosas y, la verdad, he dado lugar a hacer o a que me hicieran daño para decir adiós.

Ahora es diferente. Quiero más. Siempre quiero más de lo que sea con ella y sé que no tengo ningún derecho a pedirle nada, lo que no significa que no lo sienta. Quiero más de ella, quiero más de lo que sea con ella.

No soy capaz de colgar el teléfono cuando hablamos. Soy incapaz de escribir el último mensaje de whatsapp. No puedo pronunciar el último «buenas noches» cada noche.

Como digo, nunca he sido celoso. Ella me dice que sólo son compañeros de piso que llevan el mismo anillo y que se mantiene a su lado por los niños, que son muy pequeños, que aún no se atreve a cambiarles la vida. Y yo sé que es verdad, y yo sé que me quiere aunque no tanto como yo a ella, pienso y quizá es una idea equivocada, pero es que no imagino que nadie pueda querer a nadie como yo la amo a ella. No sé, cosas mías.

—Yo te quiero más —me dice risueña al otro lado del teléfono—, lo que pasa es que tú estás enfermito y parece que me quieres más, pero eso se llama ´obsesión´ —y se ríe con esa risa que me vuelve loco.

No soy celoso, creo, pero me duele imaginarla sentada a su lado en el sofá, viendo lo que sea, riendo juntos o comentando el programa de turno. Me duelen sus cepillos de dientes en el mismo vaso del cuarto de baño. Me duele que use sus cuchillas o que peleen por quién no cambió el último rollo de papel higiénico.

Hay sueños de todos los tamaños y los míos pueden parecer pequeñitos, pero a mí se me hacen inalcanzables. Quiero que se mezclen nuestros calcetines y sea imposible emparejarlos. Quiero hacer la compra con ella. Quiero protestar porque se ha olvidado de quitar los cabellos sueltos del desagüe de la ducha. Quiero que ella reniegue porque no he levantado el aro del wc.

Quiero llegar cansado a casa y que me haga reír a regañadientes, como hace siempre en la distancia. Quiero que echemos a suertes a quién le toca hacer la cena o a quién sacar la basura.

Y no soy celoso, como digo, pero me duelen los roces fortuitos que imagino cuando, dormida, se gire en su cama, que él o ella le eche el brazo por encima, con o sin intención. Me duelen sus besos, todos, los distraídos, los besos por compromiso, los delicados, los apasionados, los que pueda darle pensando en mí o los que le dé sin recordar si quiera que existo.

Bueno, ni siquiera quiero pensar en que tengan sexo, pero lo pienso y trato de convencerme de que no debo decirle nada a ella, que eso sólo puede hacernos sentir dolor, pero no puedo evitar pensarlo y decírselo. Y cada vez, le prometo que no volveré a sacar la conversación, y de nuevo, entre lágrimas que la distancia impide que ella vea, la vuelvo a sacar.

—Mientras quieras que te espere —suelo decirle.

—Mientras me quieras esperar —responde ella por toda respuesta.

Y los dos sabemos que es verdad.