Tras releer un artículo de hace quince años de la escritora Remei Margerit sobre el sentimiento amoroso he vuelto a reflexionar sobre cómo los mortales situamos en lo alto de nuestros deseos al amor, confundiéndolo en la mayoría de las ocasiones con la pasión. Por tanto, si ésta desaparece concluimos que nos ha dejado también aquél. Una pasión que está ligada, indefectiblemente, a la pulsión sexual, y que, si bien es un estado vital de los seres humanos, ni es exclusiva ni excluyente de algo más que el puro instinto que como animales poseemos.

La vida nos muestra a muchos especímenes en busca de la pasión, de experiencias nuevas, arrebatadoras, excitantes, con la mirada en lo efímero, y a otra cosa mariposa de vidas, ilusiones y deseos. Esa pulsión es rara vez alimentada lo suficiente como para llegar a un instante en el que decir: ¡Uf, aquí era donde quería llegar! ¡Esto ha sido un difícil camino, pero la meta merecía la pena! Es más, cuando esa gente contempla su interior, tiene la sensación de haber vivido un fracaso tras otro, aunque la lista de romances o aventuras sea interminable.

La pasión es un estado transitorio de proyecciones masivas de uno mismo sobre el otro, con expectativas del todo irrealizables y con un importante cómputo de confusión. Cuando deja paso a la cotidianidad, es en ésta donde se juega lo verdaderamente importante en el ser humano: el sentimiento amoroso. Una y otro no están reñidos, por favor. Pero no me negarán que, en la desnudez de las personas, una frente a otra, es donde aparece esa imagen en el espejo que refleja las cualidades, defectos, limitaciones y verdades de cada uno. Elementos con los que hay que ponerse a trabajar para ir construyendo el armazón de la futura relación interpersonal. Es el instante en el que el plano de la fantasía, del deseo en estado virginal, abre el camino a lo que será o no un vínculo más estable en la historia de vida de cada uno de los seres hechos para el amor.

Es el momento en el que «los hechos y no las palabras son los que transmiten día a día ese engranaje de pequeños actos amorosos en los que se traducen los sentimientos: una leve sonrisa, una caricia inesperada, una llamada con una excusa irrelevante, un estar ahí, el deseo tan sólo de oír la voz». Hechos con una significación tal que quedan adheridos al propio ser de la persona que ama. En ocasiones el recuerdo de la pasión nos lleva a anhelar esos tiempos pasados y a considerar que algo está fallando. Pero también es cierto que, impregnados en los acontecimientos cotidianos, los gestos de amor brotan de manera espontánea allí donde uno o una se encuentre con otro o con la otra.

La gracia del asunto es que los signos amorosos, explicitados con mayor claridad hacia la persona amada, no se limitan a ella, sino que son capaces de contaminar a muchos otros seres que en un primer instante se sorprenden. El pasmo deja paso a una sensación gratificante que, no por menos, pretende ser agradecida. Y cuando uno menos se lo espera la mecha está encendida para prender infinidad de destinos.

Esos pequeños gestos amorosos no se reducen a quien «por ley humana o genética» mantiene determinados vínculos con el amante. Quedan amplificados a lo largo y ancho de nuestros comportamientos y gestos. Estar en la disposición de poder decodificarlos y traducirlos a lo cotidiano sólo depende de nosotros.