Tengo 17 años. Lo que implica dos cosas: soy legalmente irresponsable y paso entre 6 y 7 horas diarias viendo a personas hablar. Cada 55 minutos estas personas se turnan y cambiamos radicalmente de tema. Es decir, asisto a clases en las que aprendo cosas que pueden serme útiles en un futuro. Este es una verdad falaz que se ha acomodado en el discurso de mucha gente, ya por demasiado tiempo.

Bachillerato debería ser una etapa de crecimiento personal, en la que se nos orientase profesional y académicamente, en la que descubriésemos nuevos conceptos y se nos animase activamente a estudiar, formarnos y desarrollar el espíritu crítico. Sin embargo, la realidad es otra muy diferente. En vez de mostrarnos las maravillas de la física, repetimos una y otra vez ejercicios en los que una caja cae por un plano inclinado. En lugar de presentarnos la historia como un relato apasionante con personajes carismáticos y conflictos de intereses en el que nada es blanco ni negro (una versión realista de juego de tronos, a fin de cuentas), memorizamos una lista interminable y casi inconexa de fechas, sucesos y nombres de monarcas y jefes de partidos políticos. Y en puesto de hacernos ver todas las cosas buenas de la filosofía, parecemos empeñados en estudiar a todos los filósofos clásicos y ninguna de sus utilidades. Todos hemos pensado o escuchado a alguien proclamar alguna vez: «Me encanta la Historia, pero odio estudiarla». Estamos ante un gran problema social y cosas como esta nos lo demuestran día a día.

Esto no significa que esté diametralmente en contra del estudio. Pero estudiar no es memorizar. Todas esas fórmulas, fechas y grandes pensadores son fácilmente accesibles gracias a Internet. Y hoy en día Internet tiene mucho más que ofrecer que la mayoría de profesores. Lo único que hace especial a un profesor es que tiene la capacidad de trasmitir la pasión que les hace falta a los alumnos. Esto me lleva a cuestionarme cuál es la causa primera del fracaso escolar y del abandono temprano.

Tengo 17 años y es rara la semana en la que no vea una crisis nerviosa, un ataque de ansiedad o estrés en su forma más cristalina. Tengo 17 años y a mi edad la mayoría de mis compañeros ya han perdido las ganas de estudiar y muchos nunca la tuvieron. Se habla demasiado a menudo de lo poco competentes que somos, se nos tacha en las aulas de vagos y poco estudiosos y se nos fuerza a suplir la falta de tiempo en clase con tiempo en casa. Pero en el fondo, ¿quién no acabaría hastiado y agotado de los estudios con jornadas de seis horas en un instituto y un mínimo de tres en casa? Esto son 45 horas solo de lunes a viernes (suponiendo que el profesor respete el descanso del alumno y no mande tareas para el fin de semana). Recordemos que la jornada laboral en España es de cuarenta horas. ¿Quién no aborrecería un trabajo en el que es explotado? ¿Podemos realmente culpar a alguien por abandonar los estudios?

No escondamos más una realidad que es patente, la jornada del estudiante es de las más largas que existen y va desde los tres hasta los dieciséis años obligatoriamente y hasta los veintidós como mínimo si quieres poder optar a un puesto ´acomodado´. Gastamos un tercio de nuestra vida durmiendo, y de lo poco que nos queda un cuarto se nos va en memorizar. Los estudiantes no somos vagos, somos esclavos. Así que padres y madres de alumnos, si ven que su hijo no da la talla, quizás sea porque no tiene la fuerza suficiente para seguir o simplemente no cumpla con unos estándares impuestos por terceras personas que muchas veces no han sido docentes en su vida. No hagan que el momento de respiro que es pasar tiempo con la familia se convierta en otra tortura. Sean comprensivos, pacientes y amables, que no quiere decir indisciplinados. Sean su roca y no una pedrada, sean de ayuda y no un problema, sean un escudo y no una espada, sean los padres que sus hijos necesitan. Es difícil y lo es porque nadie nos ha enseñado, ni a vosotros ni a nosotros. Nadie nos ha enseñado a llorar, a reír, a exteriorizar sentimientos o a tratar con otros seres humanos.

Padres, profesores, alumnos, votantes y legisladores, tengo 17 años y no exagero cuando digo que la educación ya huele a rancio. Un sistema mejor es posible, un sistema en el que se evite la presión innecesaria, se aprenda a manejar emociones y en el que aprender y no memorizar sea la clave del éxito.