Quiero aprovechar la ocasión que me brinda el conflicto surgido no hace mucho entre el Colegio de Médicos de Murcia y la Asociación Murciana de Homeopatía para definirme en defensa de la medicina natural, que incluye la homeopatía, y en desacuerdo con la burocratización e industrialización de la medicina: médicos, medicamentos, terapias e instituciones. Leí en su día la Némesis médica (1975), de Iván Illich que me sirvió de mucho, como todas sus obras y su propia vida, así como su enfrentamiento con la muerte; en esa obra, Illich incluía a la medicina como una de las grandes instituciones de control social, junto a la religión y el derecho. Al entrar en esta polémica apelo a los principios fisiológicos y psicológicos del ser humano, no siempre bien conocidos, y al análisis radical de la institución médico-medicinal.

Por todo esto, no entro en la crítica concreta de esas dos instituciones ni de sus prácticas o ideologías colectivas, que no conozco con la suficiencia necesaria. Lo que pretendo es una defensa del conocimiento no convencional y al mismo tiempo un cuestionamiento de las pretensiones de la ciencia cuando se hace exclusivista y se pretende intocable. Visto el revuelo ocasionado, las opiniones vertidas desde el establishment y la persistente polvareda que se levanta en todo el mundo que se considera desarrollado, quisiera favorecer el debate general, abierto y libre, para que -afrontando el poder de la ciencia institucional y su empeño en eliminar rivales- se pongan en evidencia las numerosas desviaciones que la medicina ha vivido desde hace siglos, y en especial desde el racionalismo del siglo XVII y sus excesos condenando ciertas sabidurías populares como brujería. Niego, por concretar, que las 'pseudociencias' a las que alude el catedrático de Bioquímica y Biología Molecular, Juan Carmelo Gómez (en entrevista con este periódico, del 5 de marzo, representando, no a la Universidad murciana sino a la Academia de Ciencias de Murcia), «no tengan base fundamentada y consistente y, por tanto, su eficacia no está probada», ya que se trata de una aserción llamativamente osada y desprovista de lógica. Además, se equivoca cuando califica de 'tradicionales' a las ciencias estudiadas en las Facultades: en la polémica que nos ocupa, lo 0 'tradicional' que nos interesa reivindicar corresponde al conocimiento, más o menos ordenado, de lo que ha ido quedando fuera de las enseñanzas establecidas.

El conocimiento tradicional, pues, no incluye a la ciencia convencional -precisa, encorsetada, metódica- ni la necesita: es empiria (ensayo y error), producto de siglos de observación y experimentación, con resultados más que consolidados y paciente y contundente transmisión oral. En los ataques a la homeopatía se percibe una resistencia -y es verdad que algo forzada- a reconocer relaciones no percibidas en torno a la naturaleza y la psiquis humana? lo que constituye exhibición de ignorancia y espíritu acientífico. El caballero de Lamark viene en mi ayuda, en estos días de lectura apasionada del etólogo, ecólogo y ecologista militante Pierre Jouventin (L'homme, cet animal raté, 2016), para que nos recuerde que «el hombre es un ser de alguna forma incomprensible? que no llegará verdaderamente a conocerse hasta que la naturaleza misma no le sea conocida mejor».

Eso es, justamente, la sensación que nos asalta cuando contemplamos de cerca esas culturas marginales y su profunda imbricación en la naturaleza. ¡Cuánto mejor nos iría si tomáramos en serio la sabiduría las culturas indígenas supervivientes, o si al menos estudiáramos con lealtad la antropología que describe todo esto, sin temor a entrar en espacios que la ciencia rechaza pero que son sugerentes y capaces!

Y tampoco podemos negar que, al tiempo que menospreciamos y hasta condenamos esos saberes, desde nuestro lado 'desarrollado y desprejuiciado' se asiste a un inmenso saqueo, físico y moral, del patrimonio de otras culturas que han obtenido beneficios permanentes y consolidados del conocimiento botánico-medicinal y de su aplicación a dolencias y enfermedades. Este conocimiento, tan sólido y eficaz, ahora llamado etnobotánico, aun subyace en muchos murcianos y otros grupos humanos del mundo avanzado, aunque hayamos destrozado nuestra flora asistencial, disponible y a mano hasta el punto de que muchas veces bastaba con dar una vuelta a la casa -casas vivas, ahora abandonadas y en ruinas, entre huertos y bancales ahora requemados y perdidos- y recoger del suelo generoso lo que necesitábamos para aliviar afecciones ordinarias.

Los tiempos se han inclinado por la entrega a la medicina química, en curiosa mezcla de superstición y arrogancia cientificistas. La obsesión por la 'solución química', fría, expeditiva, facilona y tantas veces irresponsable, carcome a buena parte del estamento médico y de su cobertura, que es industrial y productivista. Y por eso se muestra incapaz de afrontar las bases y las raíces del malestar humano, algo mucho más comprometido y difícil que echar mano del prontuario o escuchar al mercader. E incluso se llega a confundir la 'medicina preventiva' con la 'medicación preventiva'.

Despreciar la vida y el mundo natural que nos rodean con su potencia protectora hacia los humanos, confiando más en los productos de laboratorios codiciosos, debiera incomodar a la multitud de profesionales negacionistas de esta medicina amable y contrastada, y sentirse obligados a usar mejor su intelecto y responder con más humanidad a las sabidurías no estandarizadas ni crematísticas.

Los diversos Colegios de titulados -a más de representar fieramente intereses corporativos no siempre fáciles de justificar por cuanto su objetivo y sus esfuerzos tienen que ver con la exclusividad y la avidez monopolístico-profesional (y no excluyo el mío, de profesionales de las Telecomunicaciones, al que pertenezco desde que acabé mi carrera), se enraízan en la deriva burocrática de la ciencia o la técnica institucionales, y por eso han de enfrentarse a frecuentes y bien fundados ataques desde diversas esquinas críticas de la sociedad, como el ecologismo y el naturismo.