"¿Quién al hombre del hombre hizo juez?", clamaba Espronceda en El Verdugo, pero el orden político y social no se para en disquisiciones filosóficas para reprender las conductas socialmente reprochables. En tiempos no tan remotos, la pena de muerte se contemplaba para un sinnúmero de supuestos. La ley del talión supone un avance significativo al establecer una remuneración punitiva proporcional al daño causado. Empero, el logro más importante se produce cuando los principios de legalidad, tipicidad y culpabilidad se asientan en el derecho positivo: no hay delito sin previa ley, no hay responsabilidad sin dolo o imprudencia. También en el Derecho Penitenciario, los progresos han sido importantes desde que Concepción Arenal recomendara «odia el delito y compadécete del delincuente». La proscripción de la pena de muerte en casi todos los ordenamientos occidentales es consecuencia de la humanización de la Justicia, en parte influenciada por una concepción cristiana que priva al hombre del don divino de dar y quitar la vida; pero también por un reconocimiento de falibilidad del juicio humano y sus consecuencias irreparables.

A ojos de la moderna Criminología, la ley del talión tampoco es una respuesta racional, pues debe primar la efectividad en la persecución del delito por encima de la dureza de la punición. La civilización que suponemos haber alcanzado ha construido el Derecho Penal moderno sobre la base del monopolio estatal de la fuerza, la objetivación del catálogo de penas y la proporcionalidad de la sanción. Ello implica la exclusión de las víctimas del discurso punitivo. Constitucionalmente sólo el poder legislativo tiene capacidad para decidir sobre la tipificación del delito y la sanción penal. El espíritu de las leyes es incompatible con la ley del talión y la venganza privada.

¡Cuídate de las idus de marzo! avisaba a César un adivino a las puertas del Senado, mas nadie advirtió a los ciudadanos expectantes del debate parlamentario de las pasadas idus sobre la prisión permanente revisable. La oratoria fue asesinada por los diputados, con su nivel de parvulario, tan cercano a la algarabía callejera. Únicamente el peneuvista Mikel Legarda trató de ser exquisitamente técnico, empero su empeño no recibió comentarios elogiosos, pues a su sereno argumento nadie prestó oídos; hasta tal punto está ausente la sensatez y la cordura, el verbo comedido y el timbre sosegado. Mas también quizá por la emergente voz de las víctimas en un debate manipulado desde su inicio.

Praxíteles tuvo por musa a la hetaira Friné, modelo de alguna de sus más logradas esculturas. Acusada de impiedad por compararse a Afrodita, fue defendida por Hipérides, a la sazón reputado orador cuyo discurso pareció no convencer al severo tribunal ateniense. Vista su incapacidad para mover a compasión con sus habilidades forenses, despojó de la túnica a su defendida inquiriendo a los jueces si serían capaces de condenar a muerte a semejante belleza. El abogado ateniense llegó con su argucia donde no pudo llegar con la palabra, mas fue movido por piadosa causa. El recurso de sentar en las gradas del Congreso a los dolientes padres de jóvenes secuestradas y asesinadas es, por el contrario, execrable para el orador e infamante para el doliente. Mostrar los estragos del crimen, las llagas abiertas y sangrantes, para conmover a los padres de la patria y despertar los demonios de la ira, no puede ser más despreciable. En la que debiera ser la sede de la ilustración, la ecuanimidad y la razón, no puede apelarse a la voz del desierto, del llanto y el odio, sino a la templanza.

La presencia de las víctimas en el Congreso no debiera mover a otro argumento que no fuera la compasión, pues a todos nos aflige su pena y, en la medida de lo posible, haríamos lo posible por paliarla. Empero, el verbo del orador no puede moverse por el deseo de venganza, por muy humano que sea en el timbre de los padres el clamor de la ira. Si es privilegio de los dioses la misericordia, si la clemencia es prerrogativa del tirano, no cabe la soberbia punitiva del demócrata, sino lo que recomendaba nuestra ilustre compatriota: compadece al delincuente. Los redactores de la Constitución sabían bien la medida del castigo cuando consagraron la reinserción como la única función explícita de la pena. La prisión permanente revisable, tosco eufemismo de la cadena perpetua, no excluye tal reinserción; eso lo sabe cualquier jurista y hasta los neófitos estudiantes de Derecho, con mayor motivo aún el pleno del Tribunal Constitucional. Esperar a la respuesta de éste para afrontar el debate es reconocer una incompetencia argumental impropia de quienes se arrogan la representación de los votantes. Si no son capaces de hacer prevalecer la razón, tal vez fuera momento de cuestionarse a quién erigimos a tan alta tribuna. Si el juez es falible al dictar su sentencia, sumemos a su probabilidad de yerro la del revisor de la condena. Tendremos un altísimo porcentaje de inclemencia, pero, sobre todo, tendremos a una sociedad que prefiere el tullianum, luego cárcel mamertina, el infecto tugurio donde se hacinaban los condenados a muerte en la Roma de los césares.

Si repasamos la Historia, aprenderemos que la dureza de las penas nunca evitó el horrendo delito. Antes al contrario, en tiempos de sanguinarios castigos, los crímenes no eran menos abominables que ahora. Luego la sociedad no está más sana cuando oculta la gangrena. La educación es siempre el mejor pilar de la civilización y la democracia. La reinserción es, pues, la respuesta más sensata. Y si en algún momento se duda, será que hemos renunciado a las alamedas por las que caminará el hombre libre, como anhelaba Salvador Allende; las habremos convertido en una lejana utopía. Cierto es que el dolor de las víctimas no puede tener en la indemnización del daño moral el paliativo que merecen. Habría que plantearse la necesidad de que el delincuente, que redime pena con el trabajo, haya de contribuir también a la reparación del mal causado, pues sólo quien ha de esforzarse en una causa puede discernir lo justo de lo impío.

Mientras tanto, la visión de los padres en las gradas del Congreso, clamando venganza contra los abyectos asesinos, no mueve a compasión, sino a desprecio, pues hacen de su dolor vulgar chantaje. Lo que los hace mejores no es su cólera, ni su iniciativa política, pues espuria resulta la causa si está movida por el odio y la ira. El discurso de los mejores es el que supera los instintos primarios que nos mueven, es el que reivindica Patricia Ramírez, la doliente madre de Gabriel Cruz, la humanidad.