El intercambio debió transcurrir más o menos así:

Estudiante: Pero en realidad, todo esto me parece muy racional, y con la racionalidad se puede justificar todo, también el nazismo. Lo que estamos debatiendo es al final una cuestión de emociones...

Profesor: Bueno, es verdad que la racionalidad formal, la lógica, ´lo aguanta todo´, como pareces querer decir con el ejemplo, pues lo único que hacemos es controlar la validez de las inferencias, pero de ahí no se sigue que debamos renunciar a ella a la hora de establecer conclusiones. No disponemos de otro utillaje; es una condición necesaria aunque no suficiente, sin duda, de nuestra deliberación. El mejor ejemplo es tu propia inquietud, lo que trasluce: en primer lugar me interpelas, es decir, esperas de mí o de tu interlocutor que te dé razones, no sólo que muestre mis emociones ante tu alegato. ¿O no? En segundo lugar apuntas a que la clave está en la empatía. Pero la empatía sería clave ¿de qué? Servirá para explicar, por ejemplo, el racismo o el sexismo, pero ¿acaso eso justifica la discriminación o la postergación de los intereses de todos los hombres, frente a los intereses de todas las mujeres?

Estudiante: ¿Pero entonces qué podemos hacer?

Profesor: Seguir pensando y discutiendo, analizar los presupuestos que subyacen a nuestras apuestas normativas; comprobar si las premisas son las correctas, también las implícitas; clarificar en qué sentido usamos los términos para no hacer trampas y cotejar cómo encajan nuestras conclusiones con otras creencias que se presentan de modo muy robusto. La alternativa es el dogma o la verdad revelada.

Recordaba yo este fértil diálogo a propósito de nuestra actual discusión pública sobre las pensiones y su sostenibilidad, y la forma tan poco esclarecedora en que se produce el debate. Regresemos, si quiera sea por un momento, a los principios.

¿Por qué tenemos una pensión?

¿Cómo se pagan?

Las pensiones son uno de tantos artificios ´institucionales´ y pueden, se me ocurre, concebirse de dos maneras distintas: o bien como un derecho prestacional para cubrir la contingencia de la vejez, es decir, la situación de necesidad que se genera una vez que no podemos trabajar por edad, o bien como una renta universal que todo individuo debe recibir a partir de una determinada edad en la que típicamente ya no podrá trabajar. Uno puede asegurarse frente la incapacidad futura de trabajar mediante el ahorro capitalizado, y entonces la pensión que como jubilado ´merece´, a la que tiene ´derecho´ o que le es debida, será el resultado de los cálculos actuariales que correspondan. Pero uno puede, alternativamente, pensar que lo que reciba a partir de una determinada edad debe ser el fruto de un reparto solidario de la riqueza que generemos entre todos para vivir una ancianidad digna. La diferencia es importante, me parece, por lo que hace a la, en estos días, tan discutida ´sostenibilidad´ del sistema de pensiones. Más sobre ello en un momento.

En España, como en muchos otros Estados ´sociales y de Derecho´, la pensión es garantizada por el poder público de manera universal para asegurar la suficiencia económica durante la tercera edad (artículo 50 CE). Además, de acuerdo con ese artículo, las pensiones habrán de ser «adecuadas y periódicamente actualizadas». La previsión constitucional está por tanto abierta a esas dos concepciones (y sus correlativas fuentes de ´merecimiento´) que he señalado con anterioridad, según se vincule la pensión con el trabajo.

En España rige un sistema llamado ´contributivo´ y de ´reparto´, es decir, en buena medida las pensiones están ligadas al trabajo porque se financian con lo que el trabajador cotiza además de con lo que aporta el empleador, pero esas contribuciones no son ´ahorros´ (sino que sirven para pagar a los pensionistas actuales) ni siguen hasta sus últimas consecuencias la lógica de la capitalización (pues tienen topes en su contribución y en lo que se percibe).

Resulta por ello atinado caracterizar las pensiones en nuestro modelo como el resultado de un pacto intergeneracional. Y es también por lo que adquiere pleno sentido preguntarse por, y preocuparse de, la ´sostenibilidad´: ¿cómo hacemos para mantener ese pacto, con sus ´actualizaciones del poder adquisitivo´, si resulta que la generación que actualmente trabaja obtiene salarios menores y los jubilados son más y viven más años?

El sistema se hace insostenible a luces vista, y apuntar a que ´hay dinero´ (ahora) porque siempre podemos tirar de impuestos, aunque mantengamos el carácter ´contributivo´ del sistema, parece una trampa al solitario, la cuadratura de un círculo, si es que no una manera de tratar a los ciudadanos como menores. El sistema de pensiones (en el sentido ligado al trabajo al que me vengo refiriendo) no sólo es insostenible financieramente sino también desde el punto de vista de la justicia, salvo que? pacta sunt servanda (los contratos deben honrarse) como decían los clásicos, rebus sic stantibus, es decir, manteniéndose las circunstancias. Y las circunstancias, presentes y futuras, han mutado y mutarán extraordinariamente de aquí al futuro más inmediato. Por eso hay que replantear el pacto, y, tal vez, transitar hacia un modelo de renta universal por vejez que garantice la suficiencia, como hacemos con la asistencia sanitaria y la cobertura de otras contingencias.