5 de MARZO

Chumilla-Carbajosa. Atardece en la plaza del Romea. Aunque hace frío, me siento en una terraza al aire libre junto al cineasta Juan Manuel Chumilla-Carbajosa, quien pese a su estampa de bucanero (larga cabellera negra, barba gris, un abrigo corto que recuerda a una casaca) no pide un vaso de ron, sino una inocente infusión de manzanilla. Jamás habíamos hablado hasta hoy, pero no tardo en averiguar que sus dioses tutelares son Coppola, Hitchcock, Almendros, De Santis y, por encima de todos, el intrépido Orson Welles. Si bien ha rodado algún largometraje de índole más popular (Amores que matan, con Carmen Maura y Juanjo Puigcorbé), su propósito íntimo es hacer cine de autor, jugar con la docuficción, lo imprevisto, la metaficción.

En estos días graba con Rafael Álvarez, alias ‘El Brujo’, una película cuyo protagonista se vuelve loco (como el propio Alonso Quijano) montando un espectáculo teatral sobre el Quijote. Chumilla interpreta aquí a su álter ego Álex Fortuna, un heterónimo que ya empleó en Cómo no se hizo. El doble (o doppelgänger) es una de las fijaciones de mi interlocutor, quien teme haber suplantado a un hermano que fue concebido antes que él y que iba a llamarse también Juan Manuel, pero que falleció en el quinto mes de gestación. El doble es asimismo el tema del relato William Wilson de Edgar Allan Poe, autor que inspiró a Chumilla su primer cortometraje, L’uomo della folla.

La literatura es otro de los fervores de Chumilla, y recabar mi humilde opinión sobre algunas de sus narraciones es precisamente el motivo de esta cita. Hace poco publicó un burlesco libro de política-ficción en el que un imaginable estado de Murcia es llamado Tudmiria, y donde un grupo nacionalista (autodenominado ‘Cantón Pirulero’) planea atentados simbólicos desde la taberna La Cansera. En alguna parte del libro, el autor cita esta demoledora y lúcida frase de su propia madre: «Si los tontos son mayoría, ¿cómo es posible que funcione la democracia?».

6 de MARZO

Las otras vidas de Cristiano y Messi. Estoy tomando un cortado en un bar de Molina de Segura cuando llaman por el móvil a la camarera. Joven, rubia y algo regordeta, se aleja hacia la cocina para hablar y, al rato, regresa con cara de indignación. «¿Te puedes creer mi novio?», le dice a una mujer acodada en la barra. «No podemos quedar esta tarde porque hay partido del Real Madrid con no sé quién hostias». La mujer de la barra apura lentamente su café. Sin levantar la voz, sentencia: «No me interesa nada el fútbol, y enfatiza la palabra ‘nada’. «Cuatro gilipollas pegándole patadas a un balón. Tengo mejores cosas que hacer». Dibujo una mueca de asentimiento. En un universo alternativo donde a todos nos gustara el fútbol tanto como a esa mujer y a mí, Cristiano Ronaldo estaría recogiendo plátanos en alguna plantación de Funchal (Madeira), y Leo Messi trabajando como reponedor en cualquier supermercado de Rosario (Argentina).

7 de MARZO

Mortadelo, Filemón y yo. Tengo un encuentro con un club de lectura en el Casino de Murcia. En el vestíbulo me recibe su coordinador, Joaquín Pérez. Al fondo del pasillo despliega sus alas un majestuoso Ícaro esculpido por González Beltrán. Nos adentramos en una antigua biblioteca de nobles maderas talladas que me trae a la cabeza la imagen del British Museum. A mi alrededor se sientan, formando una U, quince personas, la mayoría mujeres. Clase alta. O media alta. Han leído mi novela La agenda negra, un divertimento cuyo tema es la venganza y donde los personajes se toman la justicia por su mano.

Una lectora (la llaman Quini) señala que, pese a lo violento del libro, nota en él una influencia que no sabe si me tomaré como un elogio o como un agravio: Mortadelo y Filemón. Dejo escapar una carcajada. Por supuesto que no la niego y que, desde luego, tampoco me desagrada. ¡El gran Ibáñez!

8 de MARZO

Manuel Vicent. Conduzco por tierras levantinas junto al escritor Manuel Vicent. Un sol cenital riega de luz los limoneros. Octogenario, mi copiloto deja caer de vez en cuando referencias tan antediluvianas que, a ratos, me pregunto si no estaré manteniendo una sesión mediúmica con un espíritu. Me dice, por ejemplo, que una de las últimas veces que visitó Murcia fue en compañía del novelista Juan Benet. O que recibió el premio Alfaguara de manos de Cela en 1966. Le toco el brazo disimuladamente para confirmar que tiene consistencia física. Miro de reojo su cráneo constelado de vitíligo, el blanco níveo de su perilla. Cierro los ojos por un instante. Parece que el hombre que me está hablando tenga en realidad treinta o cuarenta años.

Pasamos cerca de Monóvar, tierra de Azorín, escritor por el que Vicent manifiesta una abierta admiración (a la que me adhiero). Defiende que Azorín lo inventó todo (el concepto de Castilla, la generación del 98) y compara su prosa de frases cortas y concisas con el taraceado de un bargueño, o con los lienzos puntillistas de Pissarro. Me atrevo a comentarle que, por su estilo y su origen levantino, él me recuerda más a Gabriel Miró; rápidamente sospecho que he errado el tiro, que esa comparación no le halaga demasiado. «Era un esteticista», murmura en un tono ambiguo.

Ya en Murcia, tomamos un aperitivo con Lola Gracia. Cuando ella le pregunta a Vicent si le satisfizo la adaptación al cine de su novela Son de mar, éste da un trago pensativo al vaso de cola que sostiene en la mano. «El guionista era Rafael Azcona, y Azcona no creía en el amor, lo veía como algo ridículo y falso». Manuel Vicent lleva escribiendo casi cuarenta años una columna dominical en El País. Cuando llegó a la redacción (cuenta) le pareció como un inmenso telar donde el periódico había de tejerse cada día, y sintió la necesidad de añadir literatura a ese tejido. Varios somos (sospecho) los que compartimos ese afán. Pienso por ejemplo en Ángel Montiel, que semanalmente logra extraer tonos casi shakesperianos de un material tan gris, banal y anodino como es en apariencia la política regional.