Me hago mayor. Seguro que muchos de ustedes han dicho alguna vez esta frase. Y si lo piensan bien, seguramente, la utilizaron como una excusa, como cuando decimos que nos duele la espalda o recurrimos a cualquier otra dolencia u ocurrencia para escabullirnos del favor que nos pide un amigo. La percepción de que cada vez caigo más en la misma trampa de escudarme en la edad quedó patente en la reunión de la comunidad de vecinos que he tenido esta semana. Dos parejas jóvenes se han instalado hace poco tiempo en sendos pisos del edificio. Llegan con nuevos bríos, con una energía desbordante y con la ilusión y la fe necesarias para acometer proyectos que mejoren el estado general y la estética del inmueble. Muestran las mismas ganas que derrochaba yo cuando llegué hace ya quince años. ¡Madre mía!

Cometí el error, y les pido perdón por ello, de transmitirles toda la indignación y hastío acumulados durante esos tres lustros en los que me he topado con las barreras del conformismo, de quien piensa que es mejor dejar las cosas como están en lugar de renovarlas, de quien prefiere no asumir riesgos para mejorar porque se ha acomodado a su rutina. Tras la reunión, reflexioné y me hice el firme propósito de que nunca más les mostraré tanta negatividad, de que no voy a convertirme en una barrera más que frene sus ilusiones, de que les apoyaré para sumar en lugar de restar, con el deseo y la esperanza de que tengan mejor suerte de la que tuve yo y, sobre todo, porque a pesar de mis taitantos, aún soy joven. Porque cada vez estoy más convencido de que eso de la edad es un estado mental, una actitud ante la vida. Y les aseguro que tengo pruebas de ello muy cercanas a mí.

Así que se acabaron las excusas y más optimismo y arrimar el hombro para tirar para adelante. Que eso es lo que ha pedido esta semana a todos los cofrades el exhermano mayor marrajo, Domingo Bastida, al recoger el premio de Procesionista del Año. «Los cofrades deberían implicarse más durante el resto del año», declaró a este periódico. Y no sólo cuando llega la Semana Santa, porque nosotros, los cartageneros, la podemos ver como la más grande, maravillosa, bonita y emocionante del mundo, pero ese orden, esa flor desbordante, esa deslumbrante luminosidad y ese paso marcial que a nosotros nos pone la piel de gallina, puede resultar tan incomprensible para otros, como difícil de entender es que los valencianos quemen cada año 760 obras maravillosas e ingeniosas a las que los artistas falleros les dedican todo su empeño y esfuerzo durante todo un año.

Y aún es más incomprensible que, encima, la emoción les embargue hasta el llanto cuando ven convertirse esas bellas y gigantescas esculturas en pasto de las llamas, sin importarles que el valor de lo quemado supere los diez millones de euros. Eso sí, según estudios de las agrupaciones falleras, la repercusión económica de esta fiesta del fuego está en torno a los 750 millones de euros, de los que la hostelería se lleva tres de cada cuatro. Con esas cifras, no me extraña que sean Patrimonio de la Humanidad desde hace dos años, aunque no lo son solo por motivos económicos, ni porque superen con creces el millón de visitantes cada 19 de marzo, sino sobre todo, porque transmiten su pasión, su tradición con el mismo calor y la misma intensidad que desprenden las hogueras. Son puro fuego. Basta con ver que los niños que aún se esfuerzan por mantener el equilibrio ya saben encender y lanzar un petardo. Y sí, puede que sea una imprudencia, pero así llevan la pólvora en la sangre.

Nuestra Cartagena cuenta con decenas, quizá cientos de cofrades a los que las procesiones también les corren por las venas, pero somos muchos los que nos limitamos a salir hachote en mano o bajo la vara del trono y hasta el año que viene. Y así nunca seremos grandes. Llegar a los números y el impacto de las Fallas es probablemente un objetivo equivocado, sobre todo, cuando nuestros baremos económicos están tan alejados de los suyos, ya que según el reciente estudio de la Universidad Politécnica, la repercusión económica de nuestras procesiones asciende a 16,5 millones de euros. También nos quedan a mucha distancias las campañas de promoción que tanto reclaman los hermanos mayores de nuestras cofradías, y mientras en Valencia cuentan sus minutos en las televisiones nacionales por horas, nosotros lo hacemos por segundos.

Es verdad que nuestros poco más de 200.000 habitantes están muy por debajo de los más de 700.000 del casco urbano de Valencia, que ascienden a casi millón y medio si sumamos los barrios y pueblos del extrarradio. También lo es que nuestras fiestas carecen de singularidad, porque las procesiones de Semana Santa se cuentan por miles en España, mientras que Fallas solo hay unas. Y a estos obstáculos se une que son desfiles religiosos en una sociedad cada vez más secularizada, donde seguir a Jesús y a María está cada vez peor visto y llevarlos a hombros, aún más. ¿O acaso estamos tan ciegos como para no ver que los partidarios de fulminar la Semana Santa van ganando terreno a pasos agigantados?

Al final, recurrir a las dificultades como excusas no nos ayudará a crecer ni a mantener nuestras tradiciones. Como dice Bastida, solo queda implicarse, arrimar el hombro, con esfuerzo y sacrificios, pero también con pasión y energía. Y durante todo el año. De lo contrario, nuestros tronos volverán a las ruedas y nuestros tercios formarán una sola fila. O peor, las Reinas Magas intentarán hacerse también con nuestras procesiones.

Yo estoy deseando cruzarme con mis jóvenes vecinos para decirles con una gran sonrisa que cuenten con todo mi apoyo. Y que llegue la noche de Viernes Santo para prestarle un año más mi hombro a mi Magdalena y mirarla a la cara mientras le rezo que sí, que esta vez estaré con ella todo el año, para hacerla grande. ¡Basta ya de excusas!

Basta ya de excusas, salvo que sean como la que le ha puesto el presidente regional, Fernando López Miras, al presidente local del PP, Joaquín Segado, al regalarle una perla del Mediterráneo como el Puerto de Cartagena para que se olvide, al menos de momento, de ser el alcalde de su ciudad. Eso sí que es implicarse.