Si una muchacha de 18 años desaparece en una noche de feria de verano, o si una chica asesinada reposa en un lugar ignorado e indigno; si una niña encantadora de pocos años muere violada y maltratada, y si dos hermanos son salvajemente asesinados por su padre; o si un niño risueño de ocho años desaparece en el camino que va de su casa a la de un familiar, a ellos, a sus familiares directos, y a todos aquellos que de algún modo llegaron a amarlos, podemos calificarlos como víctimas puras. En los últimos tiempos, diversas noticias han conmovido a la opinión pública española porque presentaban casos semejantes. Muchas de esas noticias tenían algo en común. Conocimos a los victimarios y apreciamos que habían realizado actos espantosos con una frialdad absoluta, que resultaba monstruosa por su incapacidad de percibir la extrema gravedad de la violencia que producían.

Toda víctima reclama solidaridad. Pero llamamos víctimas puras a las que padecieron una violencia tal que no pudieron contribuir a la suerte que padecieron. De unas víctimas quizá se pueda discutir que propiciaran en alguna medida el mal que sufrieron. De las víctimas puras jamás se puede decir esto. Su inocencia está fuera de toda duda. Por eso reclaman solidaridad incondicional. ¿Qué acción de un niño de ocho años podría considerarse la causa de su asesinato? ¿Qué proporción podría trazarse entre regresar a casa tras un día de fiesta y morir con una violencia atroz a manos de un depredador sexual?

En las víctimas puras esa desproporción entre su inocencia y el mal que padecieron es de tal índole que, para salvarla, se tendría que suponer una maldad que es universalmente censurada. Se trata de una indiferencia bestial, de una atención exclusiva a la propia pulsión, que tiene mucho de la mirada obsesiva de una fiera hacia su presa. Esto trae dos consecuencias. La primera, que enfrentarse al rostro de la arbitrariedad absoluta, a la irrupción de esa violencia ciega, ha de tener el efecto de la experiencia de un trauma. La segunda, que es fácil entregar a la víctima pura un reconocimiento universal. Pues el espectador de ese sufrimiento traumático no puede hacerse una representación adecuada de ese dolor y sólo puede entregarle su reconocimiento.

La de víctima pura es una categoría moral que tiene la función de identificar los juicios básicos que cohesionan a la sociedad. Una víctima pura puede ser defendida por cualquiera. De manera contraria, nadie encuentra razones para defender al victimario. Si alguien lo hiciera, se expondría a la censura general. De este modo, las percepciones morales de una comunidad se refuerzan mediante estos ejemplos arquetípicos en los que vemos las conductas que constituyen la línea roja entre lo discutible y lo indiscutible.

Si la moral se fundamenta en estos ejemplos, en estas desproporciones absolutas entre la inocencia de la víctima y el dolor que produce el victimario, la política se fundamenta en las relaciones probables y discutibles entre determinadas medidas legales y ciertas finalidades a conseguir. La moral desea identificar lo absolutamente prohibido: dañar al otro, simbolizado en el inocente. La política desea establecer lo más eficaz para defender determinado valor. Uno está completamente seguro de lo que es el mal moral cuando ve la violencia que se produce en la víctima pura. Pero uno no está nunca completamente seguro del bien político. Siempre pueden surgir contraindicaciones.

Por eso, mientras que la moral es un ámbito relativamente estrecho y de líneas rojas, y su forma es el tabú o el mandamiento («no matarás», «no violarás», «no humillarás»...), la política es un terreno amplio de acciones que pretende establecer lo más adecuado. Su forma no es el tabú, sino la preferencia. Lo que en todo caso está claro es que si bien el estatuto de víctima pura es indiscutible, el estatuto de la política es lo discutible. Mientras que el bien moral se consigue cuando evitamos hacer daño, el bien político se consigue cuando logramos elegir bien lo preferible. En la moral no preferimos. En la política, sí.

En la medida en que la víctima pura ha pasado por un suceso traumático, es comprensible que con frecuencia presenten una conducta conocida como fijación al pasado, al suceso que ocasionó el trauma. Es lógico entonces que resulte difícil superar el estatuto de víctimas puras. Sabemos que la elaboración del duelo en estos casos es especialmente problemática. Por supuesto que estos sufrimientos y desgracias sobrevenidas, estas dificultades del duelo, dependen de la historia singular de los afectados. El ejercicio de solidaridad aquí es decisivo. Siempre implica reconocimiento, respeto y simpatía civil.

Cuando las víctimas se enrolan en la defensa de preferencias políticas, pueden exigir ese respeto, pero no pueden pretender para sus preferencias el mismo reconocimiento universal que le damos a su estatuto moral. Éste es absoluto, pero sus preferencias legales y políticas no lo son. Estamos de acuerdo en que debemos hacer todo lo posible para impedir que las víctimas puras aumenten. Pero las medidas legales para ello forman parte de lo discutible. Así, la prisión permanente revisable tiene una relación muy discutible con la protección de las víctimas puras del futuro y ninguna relevancia para proteger a las víctimas puras del pasado. Por supuesto, protege más a las potenciales víctimas un fuerte sentido de la solidaridad moral y una obligación de cuidado de las personas indefensas, que una discutible medida legal, algo que un criminal entregado a su pulsión jamás interioriza ni atiende.

Por supuesto que esas víctimas tienen el derecho a intervenir en política. Es lógico considerar que sólo ellas deben decidir si esa intervención política es la mejor manera de realizar el duelo por sus deudos. En todo caso, han de ser plenamente conscientes de que si deciden esa intervención, no pueden reclamar un plus de autoridad respecto de los demás ciudadanos justo desde su estatuto moral. Han de dar argumentos razonables acerca de lo preferible de su opción legal, pero no apelar a su estatuto de víctimas puras para imponer sus preferencias con el mismo reconocimiento universal que otorgamos a su sufrimiento.

Pero sobre todo, lo que resulta más discutible es que un partido político pretenda identificarse con la causa de esas víctimas, organizando un totum revolutum de moral y de política, de tal modo que sitúa al adversario político en la incómoda posición de parecer moralmente insensible cuando defiende su sentido de lo políticamente preferible. El PP se ha especializado en monopolizar esta plusvalía moral de las víctimas y transferirla a la cuenta de su causa política. Lo hizo en la época de ETA y lo hace de nuevo. Este hecho es claramente sintomático de una corrupción política que se niega a ofrecer argumentos de por qué algo es preferible y lo quiere imponer como si fuera un asunto moral. En la medida en que detrás de los traumas y de las víctimas hay muertes y dolor, esta forma siniestra de hacer política testimonia la más extremada proyección de sentimientos y afectos en la política, y constituye el ejemplo más consistente, continuo y estable de populismo, al poner los sentimientos morales al servicio de la irracionalidad política.

Me pregunto por qué esas víctimas prefieren enrolarse en discusiones políticas acerca de lo preferible desde un punto de vista legal, que inevitablemente implicarán división y discusión partidista, en lugar de mantener el reconocimiento universal de la ciudadanía por su sufrimiento moral. Este, y no el barullo político, es lo único que puede contribuir a realizar su duelo de forma completa y superar la imponente presencia en sus vidas de los desgraciados acontecimientos que han padecido.