Tenía razón Miguel Ángel Revilla cuando hace unas semanas dijo en televisión que la intensa movilización de las y los pensionistas no se debía a algún agitador que hubiera movido a nuestros mayores. Lo que está sacando a la calle, decía el presidente cántabro, a cientos de miles de personas no es otra cosa que esa infame carta de Fátima Ibañez en la que, tras asegurar que las cuentas están en orden y que vivimos una época dorada de crecimiento económico y creación de empleo, el personal jubilado verá su retribución incrementada un 0,25%. Efectivamente, es un insulto a la inteligencia y una exhibición supina de cinismo decirle a la gente que, como las cosas van muy bien, su paga se congela. Es una ofensa a la que los destinatarios de la carta han reaccionado quemándola públicamente o devolviéndola a su autora con ciertas añadiduras no muy amables.

El Gobierno ha respondido a esta presión de la calle asegurando que ya le gustaría poder subir las pensiones, pero que carece de margen. Ello a la vez que destina 1.350 millones a indemnizar a Florentino por el fiasco de Castor, 2.700 millones al compromiso con la OTAN y 5.500 millones al rescate de las autopistas quebradas. Por no hablar del gran expolio: los 40.000 millones que no se recuperarán del rescate a la banca. Para todo eso sí ha habido dinero.

Resulta meridianamente claro que existe una apuesta estratégica por reducir a la mínima expresión las pensiones. Y no por una maldad intrínseca de nuestros gobernantes. El ataque a estas rentas tiene dos causas que se inscriben en los fundamentos de la economía neoliberal tal y como este Régimen la está aplicando. Por un lado, es consecuencia directa del intenso proceso de devaluación salarial que vive este país. Los salarios pequeños cotizan poco, lo que en un sistema de reparto como el nuestro se traduce en exiguas pensiones. La reforma laboral del PSOE que Zapatero llevó a cabo en 2010 abarató y facilitó el despido reduciendo la indemnización, endosando al Estado parte de la misma y dejando al criterio del empresario la interpretación de la evolución de las expectativas de la empresa a los efectos de reducir la plantilla. La reforma laboral del PP de 2012 endureció aún más las cosas al acabar de facto con la negociación colectiva, abaratar aún más el despido y expandir las ETTs como instrumento de contratación. El resultado de ambas reformas no ha sido otro que un ataque a las rentas del trabajo que nos ha retrotraído muchas décadas atrás.

La segunda causa se debe al proceso mediante el cual los recursos económicos se concentran progresivamente en las finanzas. Y las pensiones son un bocado muy apetitoso para bancos y aseguradoras. Se trata de ir transfiriendo, desde los bolsillos de los jubilados hacia las entidades financieras, el dinero que hoy concentra el sistema público, mediante la expansión de los fondos privados de pensiones. Es decir, que la gente ahorre a lo largo de su vida, poniendo esos ahorros en manos de una banca que se lucraría gestionándolos. A tal efecto llevó a cabo el PSOE su reforma de 2011, que amplió la edad de jubilación a los 67 años y también el período de cálculo de las pensiones, además de congelarlas. El PP remató la faena en 2013 acabando con la indexación al IPC y rebajando su cuantía en función de la esperanza de vida.

Ninguna pensión debiera ser inferior a los mil euros, así como estar asegurada su indexación al IPC. Nuestra renta per cápita lo permite. Prueba de ello es que todo el mundo admite (incluida la derecha) que los salarios deben elevarse sustancialmente. Ese incremento llenaría las arcas de la Seguridad Social, que también podría recibir transferencias de una Hacienda que, si tuviéramos la fiscalidad europea (pagando los ricos), estaría ingresando 75.000 millones de euros más.

El problema es que estas medidas de sentido común y justicia elemental chocan con las servidumbres del Régimen actual.