Excelentísimos/as miembros del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo (en adelante TDHE):

Es harto improbable que este misiva descapotada llegue a conocimiento de sus excelsas señorías. Aun en ese caso, y en el ejercicio de la libertad de expresión que a todos nos ampara, permítanme que, al menos, desahogue la zozobra e inquietud que su reciente resolución ha causado en este humilde súbdito español.

Comprendan que es inevitable un sucinto relato de lo acontecido para que el lector se ponga en situación.

Año del Señor 2007. Vísperas de la visita de los Reyes de España a la ciudad de Gerona. Dos nacionalistas, de cuyos nombres no quiero acordarme, ante el éxtasis de un grupo de personas allí congregadas, queman una foto de sus majestades. La Audiencia Nacional condena a los acusados como autores de un delito de injurias contra la Corona. Deben satisfacer una multa de 2.700 euros para eludir quince meses de prisión solicitados por la fiscalía. El Tribunal Constitucional desestima el recurso de amparo interpuesto por los condenados.

El TDHE acaba de fallar a favor de los recurrentes y condena al Reino de España a devolver la sanción pecuniaria más una indemnización de 9.000 euros para gastos y costas del proceso. Argumenta el tribunal que la quema de esas fotos constituye un ejercio de libertad de expresión, regulado en el artículo diez del Convenio de Derechos Humanos.

Confieso que he tenido que leer varias veces la noticia, pues, honestamente, no daba crédito. He inspirado hondo, he contenido el aire y después he expirado lenta y pausadamente. He repetido varias veces este aconsejable ejercicio y, tras recuperar el pulso habitual, he encendido el ordenador y he comenzado a hacer aquello en lo que creo. A usar de la razón y la palabra frente a la temeridad y la ocurrencia.

Sus señorías deben saber que la libertad de expresión, como toda liberalidad o derecho, no es omnímoda y está sometida a ciertos límites previstos en las leyes; y ulteriormente moldeados por la jurisprudencia y la doctrina más autorizada. Doy por supuesta la formación y méritos de todos ustedes, lo que me lleva a pensar que, en algún momento y sin reparar en ello, perdieron el contacto con la realidad o se dejaron embaucar por esa ola de relativismo moral que está asolando Europa.

Verán ustedes. La libertad de expresión tiene, bajo mi modesto pero indubitado punto de vista, dos límites infranqueables y que, con sumo gusto, paso a explicitarles:

Primero. La libertad de opinión o crítica, piedra angular de cualquier democracia, debe estar sujeta inexcusablemente a la veracidad y al respeto. Las injurias, falsedades, insultos, oprobios, desprecios o vejaciones, no solo desnaturalizan la esencia misma de eso derecho sino que son tan inadmisibles como innecesarias. Cuando se sobrepasa esa línea (en asboluto delgada), se vulneran otros derechos dignos de protección. Las formas, en democracia, importan; importan y mucho.

Segundo. Desde el punto de vista sustantivo, la libertad de expresión lo resiste casi todo pero no todo. No debiera estar permitido la defensa, propagación, justificación o exaltación de ideas radicalmente contrarias a los valores y principios bajo los que se cimenta toda democracia digna de tal nombre.

Quemar una foto de los Reyes de España no solo es una afrenta contra la Jefatura del Estado, que también, sino un insulto intolerable para quienes bajo ese símbolo se sienten legítimamente representados.

Con resoluciones de este tenor están ustedes lanzando un inquietante mensaje a Europa y al resto del mundo civilizado. Que, bajo el paraguas de una mal entendida libertad, cualquiera puede defender cualquier cosa y de cualquier manera. Dedender el nazismo o todo sistema totalitario no es admisible; vergigracia. Para sostener toda idea legítima no es necesario destrozar bienes privados o públicos, como tampoco es imprescindible agredir a los agentes de la autoridad. Para defender ideas republicanas o teatralizar la oposición a la Corona no es tolerable la quema pública de una instantánea.

El régimen nazi comenzó quemando libros y acabo gaseando, disparando, ahorcando y asesinando a millones de judíos. Estas cosas se sabe cómo comienzan mas, de no ser neutralizadas a tiempo, pueden tener un desenlace incierto.

Señorías, ejerciten la humildad (virtud propia de sabios) y háganselo ver. Sería muy de agradecer que, por medio de sus dictámenes, recondujeran sus esfuerzos en dignificar los nobles y elevados valores que inspiraron la creación de ese alto tribunal. Sabido es que el Derecho no es una ciencia exacta pero tampoco deberíamos elevarla a la categoría de esotérica. ¿No les parece?

Como el Gobierno de España debe saber, la diplomacia, en la mayoría de las ocasiones, requiere templanza pero a veces la firmeza, amparada en principios morales y éticos, debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. España debería proclamar, hoy mejor que mañana, el desacato a semejante esperpento jurídico y abandonar el sometimiento a la jurisdicción de dicho tribunal. Al menos, mientras sus eminencias no sepan discernir la libertad del fanatismo.