La hojarasca se acumula en el césped artificial, repartida con algún orden que jamás seremos capaces de realizar, pero que entendemos perfectamente. La luz de la tarde se ha alargado hacia los grises cálidos de Levante. La ciudad suena. El asfalto se arrastra a lo lejos, como peinando el horizonte que aquí, junto al Ranero, dibuja un skyline de vecindario de teleserie argentina de los ochenta. Se intuye ya algún naranja, que hace, que tras una hora de mover muebles y subir y bajar escaleras, la brisa de este último suspiro del invierno se rinda sobre una hamaca de madera. Un balón pequeño, una vieja moto de bebé, una portería.

Terminamos de hacer la primera ofrenda al verano de seis meses que se nos viene encima entre ruidos de tambores, castañuelas y charangas, caramelos, habicas tiernas y balones de fútbol, extasiados, mirando al cielo, sin atisbo de ganas de hacer la clásica foto para instagram con el que era, sin duda, el último atardecer del invierno. Nos tumbamos como hacen en las pelis cuando la cámara se aleja para mostrar lo grande que es el mundo a pesar de lo pequeñas que son nuestras vidas, mientras suena una canción, que en este caso podría ser perfectamente Time, de David Bowie, dedicada desde esos naranjas únicos que luchan por ganarle al gris, por Maui, que está siempre, en todos estos momentos.

Abrimos una Estrella y la compartimos, en chándal. Antes de volver al laburo. Hablando de plantas, mesicas pequeñas de madera, armarios de plástico para montar y aperitivos largos, música suave, siestas, libros y el sentimiento de haber creado, en el último día del invierno, la mejor bienvenida a la primavera que recuerdo en muchos años. Sencilla. Con ella. Dulce. Real. Natural€ y fresca. Muy fresca. En una terraza del corazón de la ciudad, entre hojarasca, césped artificial y mueblitos de madera. Bajo las esquinas de edificios rojos, acunados por antenas y tejados. Ya está aquí el tiempo de sonreír a cielo abierto, en esta Murcia, que ya es hoy, una vez más, capital mundial de la primavera. Vale.