24 de Febrero

Vida rural. La cartografía de un territorio tiene poco que ver con el mapa sentimental que cada uno ha ido dibujando de ese territorio en su interior. Es lo que pienso mientras atravesamos varios pueblos manchegos camino de los Montes de Toledo. Villarrobledo, por ejemplo, es para mí el lugar donde ambienté el primer texto que recuerdo haber escrito con pretensiones literarias (se titulaba Los cuentos de la abuela Mari Paz). Tomelloso es mi madre leyendo las novelas del policía municipal Plinio y la patria chica de su creador, Francisco García Pavón. Alcázar de San Juan son las largas esperas nocturnas en el tren expreso de Andalucía, bajo un cielo teñido de un naranja fantasmagórico. Puerto Lápice es la parada entre Madrid y Córdoba que hacíamos de niños, el sabor a queso de oveja, las paredes pintadas de añil en la venta de Don Quijote.

Cuando en el colegio debíamos memorizar el relieve de España, aparecían en el centro del mapa unos montes borrosos e imprecisos. Hace unas semanas, mientras volábamos hacia Marrakech, me fijé en ellos. Aunque desde el cielo parecen una simple arruga en la epidermis terrestre, su pico más alto (el Corocho de Rocigalgo) roza los 1.500 metros. Llegamos ahora a Navalucillos, en el corazón de los Montes de Toledo, cuyo nombre significa ´campo de tumbas´ y cuyo escudo muestra dos sepulcros visigodos. En una panadería compramos hojuelas rociadas con miel, dotando así por primera de consistencia física la expresión ´miel sobre hojuelas´. Al anochecer nos alojamos en una antigua casa de labor, donde urbanitas como nosotros buscan la ilusión efímera de una vida rural. Leo El balcón en invierno, de Luis Landero.

25 de Febrero

Escarcha y sol invernal. El campo amanece cubierto de escarcha; la botella de agua que dejamos en el coche se ha congelado. Mientras nos dirigimos al parque nacional de Cabañeros, a ambos lados de la carretera se extienden montañas alfombradas de jara y de romero. Una vez allí, caminamos por la senda que conduce al Chorro de Navalucillos, una imponente cascada de veinte metros de altura. Decenas de buitres planean sobre nuestras cabezas, sobre las rañas, sobre las pedrizas, sobre los bosques de encina y de roble rebollo. Me apoyo en un bastón de madera labrada. Un manto de hojas secas cruje bajo mis pies. A la vuelta comemos cocido y venado a la plancha en un merendero, armonizándolo todo con vino tinto. Luego, recorremos las orillas del río Pusa. Los rabilargos pasean su librea azul entre el ramaje de los fresnos. El sol invernal brilla con fuerza. Teresa está a mi lado. No puedo pedir más.

26 de Febrero

Octaedrita. En Retuerta del Bullaque, a orillas del parque de Cabañeros, hay un bar llamado Casa Román que custodia un meteorito de cien kilogramos. Se creyó que era chatarra sobrante de la guerra y durante años se empleó para prensar jamones. Así, hasta que alguien receló de sus extrañas propiedades (su tacto metálico, su densidad) y dio aviso a un geólogo. Resultó tratarse de una octaedrita formada por aleaciones de hierro, níquel y carburo que procede del cinturón de asteroides situado más allá de Marte. Hoy se halla en el suelo de este bar ciudadrealeño, dentro de una vitrina que se ilumina a petición del visitante. Nos tomamos un par de cortados mientras lo examinamos. Después, emprendemos el regreso a Molina de Segura.

27 de Febrero

La lluvia y el perro. Esta mañana, el agua cae del cielo de forma tan tenue que no alcanza a empapar el cabello, y no puedo evitar acordarme de la llovizna tierna con que García Márquez abre Crónica de una muerte anunciada, ni de esa lluvia mansa que hace caer Cela en la primera página de Mazurca para dos muertos. Me pregunto si no habrá algo enfermizo en esta tendencia a ver el mundo en términos literarios.

Cuando voy a entrar en casa, me aborda por la calle el vecino de enfrente, antaño guardia civil. Como no solemos hablar, aprovechamos para intercambiar pésames atrasados por su mujer y por mi suegro. Me llama por mi nombre (ignoraba que lo sabía) y me cuenta que sorprendió a otro vecino, un joven alto con barba de hípster, dejando que su pitbull blanco y con bozal orinara tranquilamente junto a mi puerta. Cuando le interpeló, el hípster le advirtió: «No ponga nerviosa a la perra». Y luego, sin impedir que el animal siguiera aliviándose sobre mi fachada, añadió con todo desparpajo: «Que lo limpien los del Ayuntamiento, que para eso cobran».

1 de Marzo

X, Y y Z. El problema de escribir un diario como éste no es ya que sea público, sino que aparece en el periódico cuando apenas ha transcurrido una semana de los hechos descritos. Por tanto, resulta muy difícil hablar con toda sinceridad de terceros. ¡Y son tantas las cosas que se pueden contar de la gente! Hoy, por ejemplo, mientras esperaba a mi hija en la puerta ha pasado por la calle un conocido, Z, que al verme ha pedido entrar en casa para orinar. «Cuántos libros», ha murmurado bajo su gran mostacho mientras su cuerpo larguirucho atravesaba mi despacho. Luego me ha contado que le queda un año para jubilarse y que va a dedicarse a ejercer su verdadera profesión, la de aparejador. Me he limitado a sonreír. Sé que Z ha arrastrado problemas con las drogas toda su vida y que no será capaz de emprender nada (nada que le funcione bien), pero él persiste en el autoengaño, como un personaje de Juegos de la edad tardía. Por temor a que lea esto y se reconozca, falseo varios datos sobre él.

Luego, por la tarde, me he tomado en Murcia unas cañas con X, quien ha estado hablándome largo y tendido de Y. Hasta hoy, creía que X e Y no eran sólo colegas, sino también buenos amigos. Para mi sorpresa, X se ha despachado a gusto con el ausente. Lo ha llamado ególatra, vago, insolidario y gilipollas. X e Y son bastante conocidos en Murcia, así que ni siquiera insinuaré su profesión, no sea que alguien termine identificándolos... No tendría este problema si estuviera escribiendo ficción.