Si existiese un color más oscuro que el negro y un animal más denostado que la oveja, eso sería tía Berta para mi familia.

A los ocho años me prohibieron hablar de ella y mantener cualquier tipo de contacto con su persona. El mismo día que se marchó de casa, dejando como única prueba de su existencia los libros y la ropa que la esperaban al otro lado de la puerta de su dormitorio, siempre cerrada con llave. Yo solía leer sentada en el suelo con la espalda apoyada en la puerta, como si el calor de mi espalda sobre la madera pudiera mantenerla con vida.

Tía Berta se las ingenió para ponerse en contacto conmigo. Cada año, por mi cumpleaños, recibía un regalo, siempre libros y una carta, me los hacía llegar a través del director del colegio. «Lee, quizá no entiendas alguno de los ejemplares, pero poco importa. Lo que leas te define, te forma, te hace crecer. Estoy segura de que te vas a convertir en alguien de quien estarás orgullosa. Yo ya lo estoy.

Siempre tuya, Berta».

Cuando cumplí los dieciocho, el envío era diferente a los demás. No había libros y sí una carta más larga de lo habitual, así como una serie de cuartillas sin numerar.

«Se acabó el juego. Te toca. La escuela está en la calle. El colegio no es más que una academia. Quien realmente puede enseñarte algo es la gente que encuentras entre clase y clase. Durante este tiempo, he conocido a muchas personas. Todas han dejado algo en mí. Todas tienen una historia que merece ser contada y tú, querida mía, debes ser su altavoz. Te repito lo de siempre: pon el corazón en todo lo que hagas. Sé justa, haz que las cosas importen. Siempre tuya, Berta».

Esa noche no pude dormir, tampoco las siete que le siguieron. No podía dejar de leer. Buscaba los rostros de los protagonistas en la gente que me iba encontrando en el autobús, en la escuela, en el supermercado. Abandoné la costumbre de leer de espaldas a la habitación de tía Berta. Me atrincheraba en la mía, lloraba, reía, eran historias hechas de piel.

Pocas cosas me causan tanto respeto como que alguien me diga que confía en mí y mucho más si esa persona es mi tía Berta.

Debía leer todo muy bien, ordenar las historias e ir hilvanándolas.

Mamá empezó a notarme rara, me preguntaba si estaba enamorada o si había discutido con mis amigas. Eso me alertó. Tendría que poner especial atención a mis notas, pues si se veían resentidas por mi nueva y secreta actividad, mamá seguiría indagando y era vital que ignorase la presencia de la tía en mi vida.

No sabía muy bien cómo hacerlo, comencé por hacer una primera lectura rápida e ir ordenando en diferentes fundas de plástico atendiendo a la temática. Sobre cada sobre de plástico pegaba un pequeño post-it que me daba una pista: niños, amor, desamor, uno más uno no siempre son dos...

De vez en cuando, se colaba una historia de humor que aligeraba mi carga.

Tía Berta nunca tuvo hijos, que yo sepa. Solía decirme que ningún niño merecía llegar a esta vida sin que se le esperase ni debería irse a la cama sin un cuento o unos brazos que lo arropasen.

No sabía muy bien por dónde empezar así que comencé por el principio. Todos llegamos a la vida siendo niños, ¿no? Desgraciadamente, no todos pueden serlo. Otros, sin embargo, mueren sin llegar a ser otra cosa. Y así nació la primera parte del libro, Los abrazos perdidos. La segunda y más extensa parte era Las alas rotas, mujeres con vidas frustradas y arrebatadas, siempre serán más de las que deben. A la tercera parte la titulé Multitud y versaba sobre relaciones amorosas en las que hay más de dos personas y que nunca acababan bien; por último, la más breve, Más que piel, donde triunfaba el amor, un amor que no ata, que te hace ser mejor persona, un amor que llegaba cuando menos se le espera y se volvía inevitable y yo no podía leer ni uno de estos relatos sin pensar en Luis, la única persona a la que podía confiar mi secreta actividad. Cuando le hablaba sobre esto, él simplemente me abrazaba y me decía: «Escribe».

De repente, cesaron los envíos. Ni una sola carta más ni uno más de tus escritos, tía Berta. Hablé con el director mostrándole mi preocupación, me dijo que nada había sucedido como yo le contaba, que no había ninguna tía Berta y que nunca se había puesto en contacto con él.

Hablé con mamá, no podía entender su silencio y ese empeño suyo en hacer como que tú nunca habías existido. Tanto insistí que, finalmente, me abrió tu habitación. Encontré una estancia vacía, adornada únicamente por pinturas que cubrían las blancas paredes con dibujos infantiles que mostraban a una niña y una mujer adulta tomadas de la mano y un «Tía Berta y yo».

No había más material, así que decidí acabar la novela y publicarla a tu nombre, Berta Gallego, porque no era yo quien escribía y es que las musas, a veces, adoptan formas caprichosas.