Pocas cosas más estúpidas que la reacción escandalizada de políticos y periodistas españoles ante la decisión de la mayoría independentista en el Parlament de reconocer emocionadamente al presidente en el exilio y aceptar la propuesta de Jordi Sánchez como sucesor del Payés Errante al frente del Gobierno catalán. Reclamar estabilidad institucional a los que tienen como principal objetivo la desestabilización permanente no es naif: es una imbecilidad demasiado satisfecha de sí misma. El propósito de puigdemontistas, antiguos convergentes y ERC no es conseguir un Gobierno que gestione, sino un Gobierno que encarne el enfrentamiento con Madrid, si es necesario, convirtiendo ese Gobierno en un horizonte cercano, pero al que no se llega nunca, y si no se llega nunca (de nuevo) es por culpa de Madrid. Ese y no otro es el sentido de promover como candidato presidencial a Jordi Sánchez, en prisión provisional, que no podrá tomar posesión, digamos, en estos precisos momentos. Ni en los próximos quince días.

Nueva denuncia al Gobierno español, ruido de cadenas, quejas furiosas sobre el franquismo como seña de identidad del pútrido régimen del 78 y vuelta a empezar, no sin antes añadir mucha indignación porque no se permite constituir un gobierno en Cataluña mientras sigue aplicándose el criminal artículo 155 de la Constitución.

Y así será siempre. Que el país se vaya a la mierda les trae (si bien patrióticamente) sin cuidado. Sus obligaciones heroicas son otras. Al otro lado del Ebro se levantan voces frenopáticas. Que se rindan. Están acabados. Siguen siendo minoría. Vuelvan a la normalidad constitucional. Es algo similar a afearle la conducta a un atracador que te sorprende regresando a casa de madrugada. Quizás me esté usted atracando, pero uno no sale de casa, caballero, con la bragueta baja.

Al independentismo catalán no le importa llevar la bragueta baja. Sustituye a los tanques y divisiones de los que lamentablemente carece. El independentismo es pura vocación de guirigay, incesante metodología de desestabilización.

El llamado procesismo ha devenido incluso una poética (chusca, ridícula, sentidísima) de la inestabilidad. Porque esa inestabilidad, precisamente, estabiliza la cohesión interna de los independentistas. Como el poder central no supo negociar en su momento fue imposible fracturar la germinal unidad de los secesionistas. Ahora cada agente del Procés (incluidos los antiprocesistas) está preso en su propia lógica infernal.

El PdeCat no puede deshacerse de Puigdemont, Ezquerra Republicana no puede deshacerse del PdeCat, Ciudadanos del anticatalanismo que es su razón de ser, el PSC de su propia historia y su obsolescencia bailonga, la CUP de su delirante obcecación ideológica, el PP de un españolismo que se quiere constitucional y es solo rojigualdo.

La derecha catalana abrazó la causa independentista para mantenerse como garantía del establishment y no perder el control político-institucional de la comunidad. El relato independentista es hondo y ahí caben y se neutralizan, como en una fosa séptica, los escándalos de una corrupción monstruosa.

La derecha española encontró en Cataluña una forma mezquina para sumar votos en el resto de España combinando insultos y mamarrachadas con una inactividad política cargada de imprudencia y pachorra. La izquierda aplaude mucho.

A la izquierda le pone la inestabilidad, porque uno de sus prejuicios más arraigados es que de la inestabilidad siempre sale algo bueno. Una buena catástrofe económica, una buena represión, una buena guerra civil.

Sí, exactamente. Creo que esto no tiene remedio. Principalmente porque nadie quiere ponérselo.