Cuando el mundo era más sencillo, sabíamos que lo que estaba en el kiosko en formato papel costaba dinero, y lo que nos venía por las ondas inmateriales del espacio, el famoso espectro radioeléctrico, era gratis. Más o menos. Así que el periódico y las revistas, junto con los chupa chups, eran de pago, y la radio y la televisión eran gratis et amore, y ello gracias a una palabra llena de promesas de placer y amenazas de reiteración llamada 'publicidad'.

Sabíamos que la publicidad era lo que hacía que los periódicos y revistas nos costaran tan poco (apenas unas monedas) y lo que permitía que la radio y la televisión fueran gratis. Así que, en principio, bendita publicidad que nos permitía disfrutar de información, deportiva y de la otra, entretenernos con el Un, dos tres? y tener un acceso razonable a la cultura cinematográfica, un poco viejuna, eso sí, sin arruinarnos en el intento.

Gracias a esta simbiosis entre comunicación y publicidad (alargada y ampliada gracias a las estrategias que consisten en conseguir presencia gratuita en los medios a través de la generación de contenidos de interés o el patrocinio de eventos) nos prometíamos un mundo feliz en el que todos ganábamos (público, medios, anunciantes, agencias de publicidad y un sin fin de beneficiarios colaterales) y donde comeríamos perdices en abundancia. Pero todo se acabó el día que a los del DARPA (sí, los mismos malvados autores de los experimentos en la serie Perdidos), que no es otro que el departamento de investigación y desarrollo del Ejército americano, se les ocurrió un invento llamado ARPANET, que después se convirtió en INTERNET y que posteriormente adquirió carácter universal y casi mágico con el desarrollo de la World Wide Web, esta vez gracias a una institución más pacífica y europea llamada el CERN y de la mano de un cerebro prodigioso que responde al aristocrático apelativo de Tim Berners-Lee.

Ese día empezó realmente la gran confusión, porque la transmisión de información se hizo tan sencilla y tan democrática que todo el mundo llegó a la conclusión de que tenía que ser gratis. Y así se extendió una idea: que el mundo real tiene connotaciones peyorativas y es sinónimo de tragedia e ineficiencia económica para muchos (el comunismo o la posesión comunal de la riqueza y la compartición del esfuerzo de todos mediante una olla común a lo que todo el mundo tiene libre acceso) y que, sin embargo, en internet se ha convertido en una norma universalmente aceptada y prácticamente inexpugnable. Sobre todo en un país de ocupas, piratas y podemitas como el nuestro.

El problema es que, junto con facilitad de transmisión de la información digitalizada a través de la web, ha concurrido además un proceso bestial de digitalización de multitud de soportes que antes existían solo en el mundo analógico, como son las fotos, los vídeos o la música. Así que el comunismo imperante en la red, unido a la facilidad con la que las creaciones multimedia, contenidos y hasta el propio arte circulan por ella, nos han hecho estar cada vez más y mejor informados y entretenidos; eso sí, a costa de los creadores, productoras y editoriales, que ven sus creaciones básicamente expoliadas y sus negocios arruinados.

Porque, para fastidiar la cosa aún más, quienes sí se han aprovechado a conciencia el nuevo medio y de los contenidos gratuitos que por él circulan, son empresas absolutamente ajenas a la creación o a la producción de dichos contenidos. Plataformas como el buscador Google o las redes sociales como Facebook, son solo eso: plataformas donde la gente publica y recupera contenidos y creaciones realizadas por ellos mismos o por terceros inadvertidos de cuya propiedad intelectual nos apropiamos impunemente. Encima, el pastel publicitario se lo comen cada vez más estas plataformas, que no crean nada, pero que sí controlan el tráfico de información, interponiéndose en él para meter sus cuñas publicitarias, que venden a sus clientes y obteniendo como resultado pingües beneficios.

Pero no contentos con quedarse con la publicidad, y asumiendo que la gente no quiere poner la pasta para pagar por los contenidos informativos o creativos (excepto en muy contados casos), estas plataformas se dedican a recopilar ávidamente datos de sus usuarios, que éstos les cedemos también gratuitamente y en la mayoría de los casos inadvertidamente, para vendérselos a las empresas de big data, que a su vez los transforman en paquetes ('anonimizar' es la palabra que usan) para aumentar la efectividad de la publicidad y otros tantos usos alternativos (como vendérselos a los trolls rusos para que destruyan la democracia occidental, por ejemplo).

¡Que lo sepas! como diría Florentino: nada es gratis. O pagas pasta, lo que te hace legítimo usuario de la información, o pones atención a los anuncios, o cedes tu privacidad para que te conozcan al dedillo y también te vendan diversas motos, literal o figuradamente. Pero que no te libras de pagar algún precio, o varios, eso sí que puedes tenerlo por seguro.