Nos gustaría que el mundo en el que vivimos fuera perfecto, que no hubiera males, ni problemas. Nos gustaría vivir en un mundo maravilloso donde todos los ciudadanos gozaran de paz, libertad, concordia, justicia, calidad de vida, bienestar socioeconómico y satisfacción personal. Y, ya puestos, también nos gustaría ser nosotros mismos perfectos y vivir con dignidad.

Son, en otros términos, tiempos de utopías y grandes esperanzas, que diría Dickens o, en un sentido más costumbrista, tiempos de búsqueda de una sociedad perfecta, saludable y feliz, o, parafraseando el título de la novela futurista del escritor británico Aldous Huxley, tiempos de pensar en un mundo feliz.

Quizá fantasear con esos nobles anhelos tenga su origen en una deficiente relación con la realidad. Quizá sea un escape hacia la realidad virtual porque la realidad-real no se pliega a nuestras expectativas. Es más, nos obliga a plegarnos a sus exigencias, a veces de manera resiliente.

Y así transcurren nuestras vidas, entre la situación concreta que nos ata al momento y la percepción de que eso que no puede ser todo ni, por supuesto, lo mejor; una tensión, a falta de otra denominación, entre la tópica y la ética de la existencia, entre la utopía y la distopia o antiutopía.

Ortega lo diría mejor ya que usaba de la cortesía del filósofo: la claridad; Ortega diría que estamos inmersos en nuestra circunstancia vital, condicionados por los patrones culturales e ideológicos que nos han tocado en suerte, en solitario o compartidos con nuestros contemporáneos. Pero la circunstancia, la tópica, la condición no es determinante, sino que constituye el material con el que construiremos nuestras vidas haciendo un uso único (o gregario, allá cada cual) de nuestra voluntad. Que la vida de cada uno tiene un componente recibido es una obviedad, tan obvio como que eso sólo constituye el punto de partida, los cimientos del edificio que cada uno ha de construir en el cuadro de su existencia con el pincel de su libertad. Porque la irrenunciable tarea de cada uno consiste en sacarle el mejor partido a sus circunstancias, dirigir su vida hacia aquello que más le perfecciona y humaniza.

El hombre es un ser misterioso: nos alegramos y entusiasmamos ante lo utópico, el bien y lo mejor, la dignidad, la felicidad y esas grandes palabras que expresan grandes esperanzas. Pero muchas veces debemos aceptar la derrota y el fracaso sin pelea. Minoría de edad llamaba Kant a eso: vivir una vida pautada, aceptar como ordinarias (tópico) situaciones como la crisis vital o desestructuración de lo familiar sin tomar ahí impulso hacia la tarea de mejorar nuestra vida, de aspirar hacia la felicidad, aunque tengamos que abandonar gregariamente el rebaño, que diría Nietzsche. Porque quizá ocurra que lo específicamente humano sea huir del rebaño, de la vida pautada, del cauce por el que discurren tantas vidas grises y buscar la apartada senda por la que han ido los pocos sabios que en el mundo han sido.

Si esas grandes esperanzas tienen alguna realidad es porque apuntan a la auténtica humanidad, a un modo de vida no sólo mejor, sino también posible, alcanzable. De ahí la nostalgia del paraíso, el anhelo de la felicidad perpetua, del deseo de un mundo como nos gustaría que fuera en lugar de como es. Si eso es así, habría que concluir que no aspirar a ello, conformarse con lo tópico gregario de la condición humana correspondería con una despersonalización, con una existencia en cierto sentido inhumana.

Quizá sea una exageración decir que no pocas personas están despersonalizadas o que muchos humanos están deshumanizados. Pero no faltan indicios de ello. Pensemos en rasgos típicos como la indiferencia, que es cerrazón ante todo lo que no cae en el campo del más inmediato interés; la aversión consiguiente ante todo lo que no atañe y puede perturbar la rutina o, finalmente, la diversión como droga que llena el vacío de una vida rutinaria.

Son rasgos que se adecúan perfectamente al hombre contemporáneo, trazos psicológicos que laten en muchas vidas.

Normal, por eso, que haya una cierta propensión a caer en el tedio, taedium vitae, en el aburrimiento y, por eso mismo, que no podamos ni intentemos reivindicar nuestra autonomía, nuestra capacidad de reflexión, frente a las múltiples diversiones que nos mantienen entretenidos aunque nos impidan plantearnos qué podríamos hacer para mejorarnos, como individuos y como sociedad.

Siempre es buen momento para tomar conciencia de lo que somos, de aterrizar en lo tópico de nuestra vida diaria y en lo utópico de esa misma existencia personal, en lo ordinario y en lo extraordinario del ser humano, en la despreocupación ociosa y en la ocupación esperanzadora de uno mismo y de la humanidad.