He comprobado (no sin cierta melancolía) que a mis hijos les resultan intolerables las películas que a mí me entusiasmaron en los 70 y 80: les parecen demasiado lentas. Del mismo modo, yo apenas puedo soportar el ritmo histérico de numerosas películas actuales...

11 de FEBRERO

Tumbas. Los domingos son propicios para caminar. Dejamos el coche en la Ribera de Molina y ascendemos por una pista de tierra que conduce hasta unas naves en ruinas y, más arriba, a un épico paisaje de colinas baldías. El terreno está sembrado de piedras metamórficas y de retamas que, en primavera, teñirán todo de un amarillo fugaz. Aún se vislumbra nieve en las cumbres de Sierra Espuña. Cruzamos la antigua vía del ferrocarril y llegamos al cementerio de la Ribera. Aquí, en pulcros panteones, yacen los Conesa, los Monreal, los Vidal, los Martínez, los Illán, los Oliva, los Beltrán€ Esos mismos apellidos se repiten una y otra vez y se combinan entre sí de todas las formas posibles. Leo en una lápida: «Jesús, tengo miedo, pero contigo todo cambia». Y en otra: «¡Ábrete al gran amanecer!». El cielo, plomizo a primera hora, ha dado paso a un azul luminoso. Pienso de pronto que algún día, en una mañana clara como ésta, otros pasearán junto a nuestras tumbas. Y puedo tener este pensamiento sin sentir tristeza.

14 de FEBRERO

De prisa, de prisa. Jesús Montoia me enseña en el móvil un reportaje presentado por su hijo Julen, que estudia periodismo en Madrid. Se titula ¿Está resurgiendo la extrema derecha? y lo produce Furor TV. Nada que objetar en cuanto al contenido, pero el ritmo me parece frenético: Julen habla demasiado rápido y los montadores (increíblemente) han suprimido las pausas que hace para respirar entre frase y frase, con lo cual el espectador se queda sin aliento y apenas puede atender a lo que le están contando. Jesús me dice que nos parece así a nosotros, por ser de otra generación. Tal vez. Hace unas semanas estuve hablando con el cineasta Alfonso Palazón de cómo se ha ido acelerando el tempo en el cine. A menudo he comprobado (no sin cierta melancolía) que a mis hijos les resultan intolerables las películas que a mí me entusiasmaron en los 70 y 80: les parecen demasiado lentas. Del mismo modo, yo apenas puedo soportar el ritmo histérico de numerosas películas actuales (pienso, por poner un ejemplo extremo, en el montaje espasmódico de la saga Jason Bourne).

14 de FEBRERO

Cloudwatchers. Gráciles u ominosas, las nubes nos ofrecen un espectáculo cambiante de colores y de formas, colosal por sus extraordinarias dimensiones, en el que sin embargo nadie repara. Nadie, salvo los observadores de nubes (también llamados cloudwatchers). Esta tarde he visitado a uno de ellos, el sonriente y delgado Jorge Fin, morador de un caserón decimonónico a las afueras de Molina de Segura (la Casa del Canónigo) que perteneció al obispo de Astorga. Madrileño del 63 afincado en estas tierras, amigo en su juventud de Alberto García-Alix, Ray Loriga o Gregorio Ordóñez, Fin es el socio número 27 de la Cloud Appreciation Society de Londres, un club con más de 60.000 miembros en todo el mundo. Hemos subido a su observatorio de nubes, un balcón sobre la huerta del río Segura. Para mirar el cielo recomienda usar un tubo de cartón de los que llevan los rollos de papel higiénico.

Me ha enseñado su estudio de pintura. Autocalificado de diletante, Fin transitó por el expresionismo o el pop norteamericano antes de recalar en su serie de nubes, que ha plasmado sobre lienzos gigantescos, a veces elipsoidales. Luego, de las formas caprichosas, cambiantes y efímeras del agua gaseosa pasó a las formas caprichosas, cambiantes y efímeras del agua sólida. Su serie de icebergs, que bebe del paisajista norteamericano Frederic Edwin Church, nos hace sentir toda la belleza y desolación de los océanos polares y evoca los relatos de Melville, de Poe, de Verne. Fin posee un bagaje literario mucho más amplio que la mayor parte de los pintores que conozco. Ha fundado la Mediterranean Iceberg Association, que tiene página propia en internet y cuyo propósito es tan delirante como sublime: «Disfrutar de la contemplación sosegada del mar a la espera improbable de que aparezca frente a nuestra playa mediterránea el iceberg perfecto».

Me muestra la exposición en la que está trabajando, Walden, manual para echarse al monte, que tiene mucho que ver con su propia biografía. Walden es el lago a cuyas orillas construyó Henry David Thoreau una cabaña para vivir apartado de la sociedad convencional. Resistente también a cualquier forma de disciplina, Fin desertó de la banca privada para dedicarse exclusivamente a la pintura. «Mi vida se ha regido siempre por la huida ante lo indeseable» es su máxima vital. Lo envidio por haberla llevado a la práctica, por la misma razón que he citado varias veces a Thoreau en mis libros y que visité su cabaña del lago Walden en Concord (Massachusetts). Cuando salimos de casa de Fin para despedirnos ya es la hora del crepúsculo, y el cielo nos regala un increíble espectáculo de nubes lenticulares teñidas de un suave color morado. Sospecho que, después de haber hablado con un cloudwatcher, nunca volveré a mirar las nubes de la misma forma.

15 de FEBRERO

Mar, nubes, arena, polvo. Leo que, una vez terminada una novela, Hemingway escribía una lista de cien títulos y luego iba tachándolos uno por uno hasta eliminarlos todos, con lo que tenía que empezar de nuevo. Yo he barajado más de quinientos para nombrar este diario antes de publicar la primera entrega; unos los descartaba por pretenciosos; otros, por cursis; otros, por manidos. Sometí a cuatro personas al martirio de leerlos y escoger cinco o seis; las selecciones nunca coincidían. Entre los más destacados: Maestro de nada, Días al trasluz, Singularidades o Imágenes en el retrovisor. Al escritor Miguel Ángel Hernández le gustó Mar de fondo, pero descubrí que Patricia Highsmith tenía una novela llamada así. Pensé también en El contador de nubes (un título que hubiera agradado a Jorge Fin) hasta que averigüé que el expresidente del Gobierno Rodríguez Zapatero declaró que ésa iba a ser su ocupación tras dejar el cargo. Una noche, estaba ojeando bitácoras de internet cuando leí en voz alta una llamada Con arena en los pies. Al oírme, Teresa murmuró: «¿Y polvo en los zapatos?». «¡Ése era el título!», exclamé.