Lo confieso: en una ocasión hice de negro literario. Una joven empleada de mi mercería llevaba un año saliendo con un chico. Quería darle una sorpresa para celebrar ese primer aniversario organizándole una cena romántica. Pero me confesó que llevaba más de un mes intentando escribirle una carta de amor, que pretendía leerle tras la cena, y no conseguía pasar del segundo renglón.

—Por favor —me pidió—, escríbemela tú.

—¿Yo? ¡Tú estás loca! —le dije, rechazando de plano su propuesta—. Un tío de cincuenta años escribiéndole una carta de amor a un muchacho de dieciocho€ ¡Venga ya!.

—Por favor, por favor, por favor€ —durante dos días me estuvo dando la tabarra, hasta que, al final, por no oírla, acepté su ruego.

Reconozco que me salió un texto tierno, poético, algo pastoso, pero muy emotivo€ Cuando llegó el día del aniversario, ella preparó una cena romántica en un piso que le dejaron: una mesita con mantel y servilletas, poca luz, música suave€; y preparó una tarta con mucho mucho chocolate, porque a su novio le encantaba ese postre.

Cuando acabó la cena y el chico se había puesto hasta arriba de chocolate, mostrando los restos alrededor de la boca, mi empleada sacó la carta y comenzó a leerla con voz pausada. Enseguida notó como sus palabras estaban haciendo efecto en el muchacho que, en un momento dado, llegó a interrumpirla y tomándole la mano le dijo:

—No sabía que me querías tanto...

Continuó leyendo y, a la vez que avanzaba, sentía como la emoción se agolpaba en los ojos y la garganta del joven, que apenas lograba ya contener la emoción.

Con el final de la carta, el novio se vino abajo (al parecer, era un muchacho muy sensible) y comenzó a llorar abiertamente, sin consuelo. Y entonces llegó lo peor: intentó secar su llanto con la misma servilleta en la que se había limpiado las boceras, extendiendo el chocolate, unido con las lágrimas, por toda la cara. Un revoltijo de lágrimas, suspiros y chocolate; su rostro parecía el de un Ecce Homo. ¡Pobre enamorado!

Yo, cuando la chica me lo contaba al día siguiente, me descojonaba de la risa y pensaba: «Hay que ser gilipollas para llorar con la carta de amor que te ha escrito el jefe de tu novia€». Pero enseguida pensé en el poder de la literatura para hacer reír, llorar e, incluso, para enamorar€

Y es que unas palabras escritas en un papel pueden llegar como una flecha al corazón.