Hemos alcanzado tan alto grado de politización en este país que Emilio Calatayud tiene que justificar que él no es de izquierdas ni derechas ni de centro para que su discurso, como experto y perito del Derecho, sea creíble y no parezca contaminado por intereses espurios. El conocido juez de menores de Granada, invitado por la Fundación Mariano Ruiz Funes, que no por el Gobierno regional, señora moderadora „no hay que confundir el instrumento con el músico, salvo en el lenguaje poético a través de la metonimia„, convocó a un auditorio ávido de escuchar cosas ya sabidas sobre la educación en nuestros días, pero contado con fundamento, no exento de gracia andaluza, que es chispa de la vida muy de agradecer. Mas, insisto, las gracias se dan al conferenciante y al público y éste a la Fundación, pero no al Gobierno.

Hay cosas que deben estar muy claras en la responsabilidad de la educación: al indio lo educa la tribu entera. Cada uno según su rol, pues los padres educan desde la cuna, los maestros y profesores socializan y enseñan, pero los políticos también deben proporcionar las herramientas adecuadas y la sociedad debe estar atenta a todo el proceso y presta a corregir los errores. Para ello es preciso recuperar la voz de la sociedad civil, libre del partidismo de la barricada, mas para eso hace falta mucha y buena formación. Una pescadilla que se muerde la cola.

Me interesaba analizar cuál es la responsabilidad de los jueces. Cuando los revolucionarios franceses empezaron a levantar las estructuras de lo que hoy es el Estado moderno, según las teorías ilustradas, desconfiaron del estamento judicial, pues había demostrado durante el absolutismo ser fiel ejecutor de la justicia del monarca. Por eso en el Derecho continental rige la primacía de la ley con sistemas legales completos que no dejan margen apenas a la discrecionalidad judicial ni a la equidad; instrumentos que eran indeseables para el Tercer Estado por lo que tenían de cercano a la arbitrariedad, de manera que constriñeron la labor del juez a la mera interpretación de la ley.

Empero, el juez Calatayud abre una puerta apenas entreabierta, nos demuestra que la ley penal del menor contempla el severo internamiento que el común de los ciudadanos desconoce y deja claro que la pena cumple una función remuneratoria acorde con el delito cometido a través de un castigo necesario. Empero, fundamentalmente nos enseña que la función de la reinserción no sólo es constitucionalmente necesaria, sino que es el mejor camino para recobrar en la sociedad la armonía que tanto complace a Némesis, diosa del equilibrio en la naturaleza y, por ende, justiciera.

Por ello me planteo si acaso son extrapolables algunas fórmulas de la justicia de menores. Si el juez debiera tener en su mano más a menudo instrumentos como la pena de trabajos en beneficio de la comunidad, para lograr con ello la reeducación y la reinserción. Quien tiene que limpiar letrinas se preguntará por la razón de su destino, a la vez que conoce el valor de aquello que vulneró en su delito. Por supuesto que todo delito merece un castigo proporcional a la gravedad del hecho cometido, mas el Derecho penal no puede ser la venganza de las víctimas, pues sería ley del talión. Quien piense que la cárcel sirve como estercolero social donde apartar a los incorregibles, debe saber también el coste de la cárcel mamertina, la tullianum de la antigua Roma hundida en una sima junto a la roca Tarpeya donde se hacina la escoria de la sociedad.

Yo te pregunto, apreciado lector, si es acorde a la humanidad la cadena perpetua revisable ¿no sería mejor contemplar la pena de muerte para esos delitos tan graves en que estamos pensando? Extirparíamos de la sociedad al delincuente con un coste económico pequeño. Sin embargo, mantengo que el social es altísimo, pues una comunidad civilizada no puede permitirse el lujo de condenar a muerte ni a pena de tugurio a la escoria social. No es constitucional la primera, pero la segunda sí, pues no imposibilita la reinserción social que es el principal fin de la pena. Mas no todo lo constitucional es democrático ni lógico, pues la Constitución no agota el catálogo de lo racional y deseable.

Mis dudas tienen otro origen. Conozco el funcionamiento de la Justicia desde hace casi treinta años, tengo una idea bastante aproximada de su eficacia y sus carencias, además del porcentaje de errores y disfunciones. Cualquier jurista sabe que la verdad judicial no tiene por qué coincidir con la real. Yo no pondría mi vida en manos de un juez y lo que no deseo para mí, tampoco lo desearía para los demás. No es crítica a los jueces, sino reconocimiento de su prometeica tarea. Por eso dijo Espronceda ¿quién al hombre del hombre hizo juez? Si además añadimos un control administrativo de la revisión de la perpetuidad, peor aún, pues no querré la sentencia de un juez, pero menos aún la valoración de un colegio de expertos. Y si pensamos en que las últimas reformas legislativas penales se hacen a golpe de telediario, el cóctel está servido y el riesgo de la injusticia acecha a la nación.

La sociedad es un todo muy distinto de los individuos que la componen. Tiene también sus pautas de comportamiento colectivo que escapan a la comprensión de una razón. ¿Qué estupidez colectiva se adueñó de nosotros y nos terminó haciendo perfectos idiotas en educación, torpes en la continuidad de los valores y catetos en la construcción de un nuevo tiempo? Tenemos muy lejos las grandes luchas por conquistar libertades y no sabemos apreciar todo aquello que para nosotros y las generaciones futuras levantaron nuestros padres, de manera que somos capaces de perder gratuitamente lo que onerosamente conquistaron.

Del mismo modo que la sociedad no puede vivir de espaldas a lo que la avergüenza, tampoco puede aceptarse hoy la estructura liberal del Derecho. Con todo mi aprecio para el consejero Pedro Rivera, colega de profesión, en un Estado social y democrático, mi derecho no termina donde empieza el de los demás, sino que nace y se complementa con los derechos de mis semejantes, pues ningún valor tiene por sí sólo ni plenitud alguna alcanza si no es en la sociedad en la que convivo con quienes tienen iguales derechos que los míos.