4 de febrero

4 de febreroLa La Land. Veo junto mi hija, Marta, La La Land, película que, pese a su entusiasta acogida, había pasado por alto. Todo me gusta en ella: el tono, la fotografía, el ritmo, la música, la coreografía, la expresividad de Emma Stone, la inexpresividad de Ryan Gosling... Pero cuando la película se eleva a las profundidades del alma humana es en su tramo final, porque Damien Chazelle, creador absoluto de esta obra (la escribe y la dirige), ha sabido tocar algo que nos afecta de la forma más íntima: el dolor por las cosas que no llegaron a ser, el remordimiento ante las oportunidades que una vez se nos ofrecieron y dejamos pasar, la nostalgia de las vidas que pudimos tener pero que nunca tuvimos, el horror ante lo irreversible, ante lo irreparable. El magistral epílogo de La La Land hace que uno salga de la proyección con el corazón encogido.

7 de febrero

7 de febreroEl astronauta. Celebramos el vigésimo quinto cumpleaños de mi hijo en un restaurante vegano de Murcia, donde la carne es en realidad soja, y el queso, avena. Carlos hace guardias ocasionales en un centro para el autismo y nos cuenta algunos detalles sobre su trabajo. El hombre (hay que hablar de él ya como un hombre) posee una paciencia infinita con los defectos ajenos de la que yo carezco. Entre los internos hay un chaval que contesta con mímica aun sabiendo hablar y que sufre repentinos accesos de furia; una chica que se lleva compulsivamente a la boca cualquier cosa comestible a su alcance; un joven capaz de memorizar el nombre de todas las personas de una sala con sólo escucharlo una vez; una mujer que le da golpecitos en la espalda para mostrarle afecto€ Al oír todo esto, imagino a mi hijo entrando en ese centro como si viajara a otra dimensión, a un planeta donde las reglas de conducta son completamente distintas de las nuestras. Cada vez que sale de allí, debe de sentirse como un astronauta que regresara a la Tierra.

8 de febrero

8 de febreroTerremotos y desfiles. Mi mujer asegura que esta noche ha sentido un temblor de tierra y compruebo que, efectivamente, ha habido uno de 2,6 grados en la escala Richter. Hace una semana hubo otro de magnitud similar, en ambos casos con epicentro en Molina de Segura. Me viene a la memoria cuando sentí en casa el terremoto de 5,1 grados que, en 2011, mató a nueve personas e hirió a trescientas a sólo 60 kilómetros de aquí, en Lorca. Primero, vi resquebrajarse un vidrio de la ventana. Durante unas décimas de segundo llegué a preguntarme cómo diablos podía haber ocurrido eso, hasta que me alcanzó la onda sísmica. La sensación no fue similar a una sacudida; más bien me pareció como si, de repente, la habitación se hubiera convertido en la cubierta de un barco.

Televisan un desfile en la surreal Corea del Norte presidido por el mofletudo Kim Jong-un. Veo gente aplaudiendo hasta dejarse las manos en carne viva y exhibiendo muecas histriónicas de felicidad. Generales cargados de condecoraciones que sonríen como pazguatos y elevan los puños al aire en una muestra infantiloide de entusiasmo. Aunque existen muchos precedentes en la historia (Hitler, sin ir más lejos) no deja de asombrarme lo fácil que parece manipular a las masas si se las adoctrina desde edad temprana. A menudo me he preguntado si, de haber nacido en Corea del Norte, me hubiese dejado embaucar por esa adoración idiota hacia su líder. Tiendo a pensar, en mi vanidad, que no, pero tal vez olvido que hasta los once o doce años asumí muchos de los dogmas religiosos que implantaron en mi cerebro. Parece que ese aparatoso desfile, a mayor gloria de Kim Jong-un, se ha realizado a diez grados bajo cero, aunque ningún espectador lo dejaba entrever en su semblante. Sería risible si no tuviese un fondo trágico.

9 de febrero

9 de febreroCartagena... y Rajoy. «La vida es lo que te sucede mientras estás ocupado en hacer otros planes». Con esa ya manida frase de John Lennon he excusado en Cartagena la ausencia de María Dueñas, quien iba a acompañarme esta noche en la presentación de mi última novela. Dos horas antes me ha llamado desde Albacete; venía de Madrid cuando ha tenido que dar media vuelta por el repentino agravamiento de su padre. Autora de la ultravendida El tiempo entre costuras, conocí a María cuando empezaba a despegar y alguna vez hemos hablado de cómo el éxito (esa cosa imperdonable) hace que los críticos la lean con anteojeras. Tal vez porque la alcanzó ya en la madurez, la fama no ha logrado convertirla en una diva egocéntrica y caprichosa; por el contrario, es una persona desprendida y leal, cuidadosa con los detalles.

Ella misma me ha buscado sustituta mientras circulaba por la autovía: la entrañable Ana Escarabajal, dueña de la que durante muchos años fue la librería de referencia en Cartagena.

Al acto acuden entre otros Juanjo Lara, el incombustible Antonio Parra Sanz (jamás le agradeceré lo bastante su generosidad desinteresada) y el periodista Tomás Guillén, quien viene acompañado de su mujer y su hija y de María José Guillén, hermana suya y vieja amiga nuestra. Mientras cenamos, Tomás rememora sus tiempos en el periodismo de investigación y trinchera, cuando le destrozaron el coche con un bate de béisbol (él estaba dentro) o cuando destapó un caso de cohecho que implicó la dimisión de un concejal (se le llamó ´el Watergate murciano´). Observo que hoy, debido a su precariedad económica, el periodismo parece resignado a transcribir notas de prensa fabricadas en serie por las instituciones.

Durante la cena nos enteramos de que Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, estaba tomándose unas cervezas en el bar de al lado. Una visita, al parecer, privada; pero ante el acoso de gente que pretendía hacerse selfies con él ha tenido que abandonar el local por piernas, acompañado de sus dos escoltas. Probablemente, ese acoso no haya tenido tanto que ver con la política en sí como con el mero hecho de que Rajoy sea famoso.