El mago More es un inteligente comediante que no hace ninguna magia (al menos ninguna que yo le haya visto) y que forma parte del reparto de secundarios habituales de los esqueches cómicos del inefable José Mota. En el repertorio de chistes de More hay uno que hace especial gracia a su audiencia y que representa la visión que muchos ciudadanos de este país tienen del funcionario 'burócrata' (por oposición al funcionario que ejerce un servicio 'profesional' ). Cuenta el mago More que sus padres se hicieron ateos cuando consiguieron la plaza de funcionario «porque no creían que pudiera existir un mundo más allá que fuera mejor que este».

Chistes aparte, el caso es que la figura del funcionario 'burócrata', cuya aparente función es fastidiarnos la vida teniendo que aportar papeles inútiles, porque es la propia Administración pública la que los ha emitido previamente y se supone que debería tener cumplido conocimiento de ellos. Parece que la burocracia funcionarial se rige por el principio altamente incómodo para el ciudadano de que «de lo que haga el burócrata de tu izquierda no debe enterarse el burócrata de tu derecha». Y eso cuando no se traspapelan documentos por frecuentes traslados, como si estuviéramos todavía en los tiempos de los asaltantes de caminos. O los repetidos bucles en los que de pronto te encuentras inmerso y que te dejan estupefacto, como cuando un burócrata te pide un papel como condición para avanzar en un proceso cuyo papel resultante es a su vez imprescindible para que el otro burócrata te emita el suyo.

Los funcionarios de carrera arguyen que han superado una dura oposición para acceder a un puesto de trabajo vitalicio, pero en la vida real las personas cambian, los conocimientos se olvidan y las habilidades se oxidan. Todos los ciudadanos deberían tener el derecho en algún momento de su vida a intentar conseguir el refugio y seguridad que proporciona un puesto funcionarial, pero resulta que, como en un cruel juego de sillas musicales, ese puesto ya ha sido ocupado por otro que tuvo la paciencia, la claridad mental y, sobre todo, el apoyo económico familiar necesario para invertir en preparar oposiciones. Si hubiera un mínimo de justicia equitativa, y se viera el puesto vitalicio del funcionario como lo que realmente es, un auténtico privilegio, la posición de funcionario debería revalidarse periódicamente, cada diez años por ejemplo, con el fin de dar la oportunidad a ese 90% de ciudadanos que se han quedado fuera del festín familiar.

El caso es que, a la vista de funcionarios como el que, según hemos sabido en las últimas semanas, llevaba quince años encadenando bajas con días libres y vacaciones, sin sanción o reprimenda aparente, o aquel otro sevillano que entre un puesto y una nueva asignación llevaba también una década sin que se le viera el pelo (y cobrando todos los meses religiosamente su salario), no es de extrañar lo del chiste malo del mago More, ni la mala imagen que determinado segmento del funcionariado tiene entre la ciudadanía, aunque sea una injusta generalización.

Tampoco es de extrañar que, en lo más duro de la crisis, cuando las filas del paro se alargaban cada día con miles de nuevos desempleados, todos nos preguntáramos por qué habíamos sido tan idiotas de no haber intentado al menos optar a un puesto de funcionario. Yo al menos lo tengo claro en lo que a mí me corresponde. Si no tuviera cada día del estímulo de tener que buscarme la vida, como cualquier autónomo, probablemente carecería de la motivación necesaria para levantarme de la cama. De hecho, yo admiro a los funcionarios que, teniéndolo tan fácil para eludir sus obligaciones sin que peligre su empleo, sin embargo se toman sus tareas diarias con gran entusiasmo y lo ejercen con encomiable eficacia. Yo sería un nefasto funcionario y afirmo que si alguien se merece una medalla al mérito en el trabajo, son precisamente los buenos funcionarios.

Está claro que el funcionariado como institución tiene cuerda para rato en este país, y que sus posiciones de privilegio (empleo de por vida, unos ingresos que son un 40% superiores al equivalente de alguien que ejerce una trabajo similar en una empresa privada, inmunidad ante las sanciones de relevancia, y vacaciones acrecentadas con moscosos y canosos), no va a cambiar de un día para otro. El problema es que, al igual que las pensiones son insostenibles en su formato actual, tampoco el modelo funcionarial es viable teniendo en cuenta la cada vez mayor presión que ejercen los ciudadanos en demanda de más y mejores servicios públicos. De algún sitio tiene que salir el dinero para los cada vez más caros tratamientos contra al cáncer, para pagar a médicos y enfermeras tentados por la emigración a mejores pagos, o para mejorar la remuneración de profesores más motivados, algo en lo que de verdad nos jugamos el futuro de nuestros hijos y nietos. De hecho, deberían ser los funcionarios productivos mal pagados los que deberían ser los primeros en exigir la depuración de la burocracia inútil e improductiva en la Administración pública.

Desde luego, la productividad de los servicios públicos vendrá dado por las tecnologías de la información, y no por el aumento en la plantilla de funcionarios administrativos. Y también por la implementación de sistemas más transparentes de contratación y control de servicios y gestores externos. O sea, menos burócratas y más competencia. Eso, o el asalto a los edificios públicos en la próxima crisis.