Hace unos meses estaba trabajando en mi casa, frente al ordenador, tratando de terminar algo que me estaban reclamando insistentemente y que me tenía de los nervios. En mi casa nunca trabajo con nadie al lado, por motivos obvios. Nada como las horas de la noche o de las mañanas muy temprano para apreciar cuánto cunde el silencio. No sé qué tengo cuando estoy trabajando, que mis hijos lo huelen. Deben de ser las feromonas o algo, porque da igual lo que estén haciendo: si están durmiendo en la cama, se levantan; si están viendo la tele en el sofá, entonces quieren merendar. Un ejemplo claro lo tengo en mi hijo pequeño, que cuando estoy en el ordenador, no puede contarme nada si no es sentándose encima mío. Se concentra más, se ve.

Pues estaba yo así, tratando de concentrarme. Y en esto una de mis hijas se me sienta al lado. Para trabajar. Saca sus muñecas, que también trabajan, y las pone alrededor. Ella sabe que no debe acercárseme cuando estoy así, porque muerdo. Pero le da igual. Mi partenaire insistía al whatsapp. Le digo que un minuto y pongo unas manos rezando. Veo la muñeca al lado. Mi portátil, regalo de mi marido, es tan sensible que en el momento clave se apaga la pantalla. No sé si es mejor ponerlo a la carga no vaya a ser que de repente se desconecte y entonces me dé un infarto. Y vuelvo a ver la muñeca, esta vez más cerca. Y Cristina hablando por teléfono con un cliente. En voz alta of course. Hago un esfuerzo por aislarme del mundo, y rezo porque ninguno de los otros dos quiera también unirse a nuestra mesa de trabajo. Termino como sea mi escrito y lo envío? Y respiro.

Y entonces me vuelvo hacia Cristina. Otras veces termino tan tranquila y le pregunto por su trabajo y por sus clientes. Me hace un montón de gracia, porque me devuelve tal cual mi reflejo, ¡cuánta inocencia! Es desde luego una forma de verme a mí misma, tal y como me ven ellos. Mola, porque debo de ser súperimportante, me llama todo el mundo, y yo les mando emails a todos.

El caso es que esta vez me fui hacia donde estaba, echando humo por los ojos, al mismo tiempo que mi yo imaginario le daba una paliza a ella y descuartizaba a las muñecas lanzándolas por todas partes. La mandé a sentarse en el escalón, con tal furia que sin saber cómo, sin más, se teletransportó. Y entonces me dio una pena... Es con diferencia la más afectiva de mis hijos. Los otros dos se habrían escapado de mí, pero ella se fue al escalón compungida, como un cordero. Así que me siento a su lado y le digo que no debe molestarme cuando estoy trabajando, que otras personas están esperando ese trabajo y me pongo nerviosa si me desconcentra, porque ya no sé por dónde iba, tengo que volver a empezar, y eso me pone de muy mal humor (?si supiera la pobre hasta qué punto). Ella asentía con la cabeza, poniendo unos ojos, con las lágrimas rodando, abrazada a la muñeca... que vamos, yo con el corazón encogido. Total, me pongo en plan supernanny y le digo yo, toda guay: Cristina, ya sé. Vamos a inventarnos una contraseña, algo que sepamos tú y yo. Dime una palabra mágica que yo te pueda decir cuando estoy a punto de ponerme en modo dragón, y que yo la pueda nombrar cuando me sienta a punto de transformarme. Me quedo mirando, esperando la clave, y me dice: «No gritar a Cristina, mami». Ni mil palabras más.