El criterio, no solo jurídico, para delimitar cuando existe una agresión sexual o una violación es el consentimiento de la mujer. Con su consentimiento, por acción u omisión, no existe agresión ni violación. Para poner un ejemplo, en un caso como el de la manada de los Sanfermines, el meollo de la cuestión consiste en determinar si la chica consintió o no en meterse en un portal con la supuesta intención de mantener un intercambio sexual con los varones del grupo a quienes, a posteriori, señaló como agresores.

Supongamos que fue así, que la chica, de modo más o menos consciente, consintió creyendo que establecía una relación con criaturas racionales y se encontró con una 'manada'. La primera pregunta, casi inevitable, es si un grupo de hombres es homologable a una manada de bestias. La segunda es con qué criterio se juzga a los individuos de esa 'manada'.

Si el criterio con el que se juzga la actuación de los acosadores y agresores es el mismo con el que se juzgaría la conducta de los miembros de una manada, toda ley que no sea la de la selva estará de más. Sin embargo, la ley que se aplica, incluso a individuos que actúan como 'manada', está fundamentada en los criterios de un ámbito humano de responsabilidad que se rige por principios éticos y morales emanados de la racionalidad y aplicables a sujetos racionales de derecho. Un ámbito en el que entra en juego el término 'consentimiento'.

Colocando las piezas en su sitio, lo primero que se evidencia es la relación exclusiva de los términos 'consentimiento' y 'mujer'. En ningún caso el término consentimiento es aplicado ni es aplicable al hombre y esta relación exclusiva entre consentimiento y mujer denota un contenido oculto que merece ser revelado. En primer lugar, al varón se le concede el papel sexual activo, imperativo y dominante y la potencia de su deseo sexual no solo se reconoce como un hecho incuestionable e incontenible, sino que se acepta como un derecho. La mujer, por el contrario, representa, y sigue representando, el elemente pasivo y servil, un elemento que, carente de un deseo que necesite ser satisfecho imperiosamente con o sin el consentimiento del otro, asume la función de depósito o de alivio para las inevitables necesidades del varón.

Las mujeres son tradicionalmente las consentidoras. Dando la espalda al determinismo biológico, los motivos por los que las mujeres consienten en convertirse en objeto de desahogo de los deseos sexuales del varón han sido y siguen siendo múltiples. De hecho, podrían ser tantos como mujeres si no existiera un condicionante cultural que las reduce al rol social 'mujer' que sí permite sistematizar las causas del consentimiento.

El motivo de consentimiento más obvio es el miedo, ese miedo que siempre acompaña a una mujer y que, en ocasiones de peligro inminente, de temor a las consecuencias que una resistencia pueda acarrear, paraliza y 'concede'. De sobra sabemos, por reiteración, que en el caso de una agresión sexual una mujer debe resistirse hasta la muerte para que ésta quede probada. Sobrevivir es indicio de consentimiento.

Existen otros motivos más sutiles, tan cotidianos que se vuelven invisibles, tan habituales que forman parte de lo dado. El consentimiento es para las mujeres más que una costumbre, es algo que forma parte de su condición. El lastre de la tradición es aún en las sociedades de democracia liberal avanzada demasiado pesado, porque, de un modo u otro, aún sigue funcionando esa obligación repetida durante siglos de mostrarse servil o accesible ante los impulsos primarios, naturales, del hombre. Tantos siglos de aprendizaje no se borran con facilidad. Pero si esa carga no fuera suficiente siempre queda el recurso del amor, para el que las mujeres parecen tener un entrenamiento especial. El amor es tan poderoso que en él el consentimiento se da por supuesto; por amor, la propia ausencia de deseo se convierte en un detalle insignificante ante el poderoso deseo del otro. Por amor, las mujeres están siempre dispuestas a la propia anulación. El amor es la palabra mágica que transporta a un mundo femenino de entrega y renuncia, de consentimiento en el que todas las estancias, todas las reservas que una mujer pueda contener, quedan invadidas, desapropiadas.

El económico es también, admitámoslo, uno de los motivos más poderosos para el consentimiento, lo que nos lleva directamente al capítulo de la prostitución, ejercida de manera más o menos voluntaria, ya sea a través del matrimonio o como profesión. Tradicionalmente el matrimonio ha sido el único medio de subsistencia para las mujeres, lo que, de hecho, suponía entregarse a un hombre en exclusiva y consentir, a cambio del mantenimiento, en proporcionar el servicio sexual, además de la procreación. El contrato que representa ese tipo de matrimonio, consagrado por la Iglesia, dignificado por la sociedad, ha sido una forma de prostitución encubierta que, desde luego, resulta menos arriesgada que la prostitución como profesión.

¿Y el deseo de las mujeres? El criterio del consentimiento concede a la mujer una subjetividad menguada consistente en la capacidad de admitir lo que las circunstancias la obligan a soportar porque su deseo no es tenido en cuenta, ni siquiera por ellas mismas. Hasta no hace mucho las mujeres, todas, desde las vírgenes a las putas, eran descritas, en el mejor de los casos, como elementos pasivos, receptores, carentes de deseos sexuales. Hoy, al menos en nuestra cultura occidental, el deseo femenino ha sido reconocido, lo cual implica un cambio en los roles heterosexuales que tiene correlación en distintos ámbitos sociales. Sin embargo, tal reconocimiento carece de la profundidad necesaria para alcanzar unas relaciones verdaderamente igualitarias y para erradicar los diferentes tipos de violencia de género.

No hay que esperar que los hombres hagan el trabajo de la sustitución del criterio del consentimiento por el del deseo. Corresponde a las mujeres dar el paso para que esa sustitución se convierta en realidad.