El MUBAM acoge una exposición de José María Párraga con una colección de obras poco conocidas de uno de los artistas más grandes que ha dado Murcia. Con la exposición, sin duda, se mete el dedo en la llaga que significa una grandeza pasada por alto durante décadas. El artista descargaba su mente pintando o, mejor, dibujando, en cualquier soporte. En la muestra se entiende por vidriera lo que no es exactamente eso; se trata de un cristal pintado con un tema taurino aprovechando la virtud del maestro de no poner reparos jamás al soporte en el cual habría que volcarse. Una vidriera es otra cosa.

En Párraga hay un sentido de la vida que necesita de cierto desgarramiento interior. Porque la producción de belleza que resulta ser, en su sentido más literario, un cante, un sollozo, un ideal nace, sin duda, de una pena, quizá de una helada desarmonía con el mundo. Es cierto que hay seres totalmente identificados con el aire, con el paisaje humano, integrados en el medio en que viven o se sitúan como pez en el agua, que advertiría el refranero; y, por el contrario, existen otros cuya espiritualidad les sentencia ajenos a los amores vulgares. La pena.

José María Párraga Luna (no podría ser otro su segundo apellido), artista sonriente al mundo, puro de nacimiento, dibujante frenético, mal colorista, gris formidable, collage auténtico de sentimientos con fulgor y reverencia, lleva sobre sí toda la carga del consciente, de cuna inventada mecida cerca del Mediterráneo. Él mismo es un cante de levante, una voz libre, y no tanto; apresado sin venir a cuento por la insatisfacción mediocre de la época que le tocó en suerte. Por eso al principio hablaba de llaga, de herida sangrante.

Dentro de su hermosa personalidad, la mejor de los sensibles, está el dibujo y la nostalgia de su obra de ordenamiento humano, aparentemente intrascendente cual vuelo de paloma, pero es, en realidad, interiormente, agobiante. No es producto de la casualidad que el mundo del trabajo, del jornal a secas, de la lúgubre pobreza, sin extras ni pluses que alivien el gaznate a la hora del quejío, se aprecie en su esencia, en su miopía tan solo física. Es excesivo el peso de lo vivido en ocasiones, demasiado próximo para olvidarlo, pero reconforta pensar que no hay arte sin sacrificio, sin trascendencia. Aunque lo parezca no es un artista que juega, ni que colorea, ni que se divierte con lo que hace. Es un obrero que trabaja por horas; que cotiza por minutos; que se desmorona a la hora del almuerzo.

He visto su sufrimiento disimulado en cada grito, reviviéndolo a cada instante, avisándonos de la gravedad del trasunto. Junta a él y un cuadro suyo a medias, sin terminar, oí un día una copla que grabé en la fugaz memoria de aquellos días de transistor: «Cuando lleves razón, no debes pedir clemencia. Que un hombre de corazón debe de morir a conciencia antes de pedir perdón». Y siempre la honda preocupación sobre las cosas y sobre las personas. En continua contradicción con el ordenamiento. Un mundo que muchos piensan, todavía, aún, que no existe y que otros lo sufren.

Una pena, una pintura, un dibujo de Párraga.