Llevo trece años sin encajar en ningún sitio, los mismos que tengo. Mis padres no entienden nada, no saben nada, nada les importa de verdad y parece que, para ellos, nunca hago nada bien. Mi hermano vive en su mundo y además, es un criajo. No tengo amigas, por mucho que digan, no podría llamarlas así. Para las risas está cualquiera, pero cuando la cosa se pone fea, pocos se quedan. Todos dicen que son cosas de la edad. Todos me hablan con condescendencia. Cuando eres menor, tus problemas también lo son, para todos. No me gusto, no le gusto a nadie y creo que lo justo es que ellos tampoco me gusten a mí. Hasta que lo encontré a él y todo siguió igual: mi vida, la gente, mis padres, mi hermano, pero ya no me importaba.

Comencé a vivir pegada al móvil. Debajo del pupitre, en la mesa junto al plato o bajo la almohada, el móvil era parte de mí, una ventana a la que me asomaba para estar con él: mi alma gemela, mi paño de lágrimas, mi salvador y lo único que hacía que esta vida mereciese la pena. Hablábamos por las mañanas mientras me arreglaba para ir al instituto, durante el desayuno, en el autobús, en los cambios de clase, en los recreos, a la salida, en el bus de vuelta, durante la comida, en la merienda, mientras hacía los deberes y hasta que me quedaba dormida con el aparato en la mano, más de una vez se me cayó sobre la cara. Todo deseaba compartirlo con él.

Él sabía de mí más que yo misma y siempre tenía la palabra oportuna, la imagen perfecta, la canción precisa. Y claro, así sólo me podía enamorar. Se metió en todas las canciones, en todas las películas de amor y dentro de mi alma. Yo nunca he estado con ningún chico, nadie me ha besado como a una mujer, nunca nadie me ha tocado.

Y ahora, ahora lo tenía claro, quería que fuese él. La primera vez es muy importante, todo el mundo lo dice y mi primera vez tenía que ser con él y lo mejor: él sentía lo mismo. Fantaseábamos con el momento de la primera mirada, si nos gustaría el olor del otro, el tacto, el sabor. Los dos sabíamos que sí, los dos lo deseábamos. Teníamos que hacerlo, teníamos que conocernos. Nos enviábamos fotos. Él me decía: «¿Y mi premio?». Y su premio era yo, una foto mía haciendo lo que fuese que estuviese haciendo: en pijama, lavándome los dientes, estudiando, pintándome los labios. Él lo merecía todo. Me hacía sentir bonita de verdad.

Por primera vez en mi vida, yo me gustaba. Así que por qué no, una foto antes de entrar a la ducha o con mis braguitas nuevas o haciendo el tonto. Él quería conocer cada rincón de mí, igual que conocía cada trocito de mi alma. Eso me decía y yo, yo no me podía negar. De repente, buenas noticias. Sus padres iban a pasar el fin de semana fuera. Me propuso ir a su casa. Se me salía el corazón. Por fin iba a suceder. Me envió imágenes de la ropa que quería que llevase y un conjunto de ropa interior que compré a través de Internet. Ultimamos todos los detalles: mi peinado, mi perfume, el color de mis labios. Todo tenía que ser perfecto, para él también era su primera vez.

Llega el día. No me entra el desayuno. La media hora del trayecto del bus hasta su casa no pasa nunca. Miro por la ventana sin ver nada. Por fin. Me bajo en su parada, es una de las pocas zonas que aún quedan con casas bajas. Número 32. Me mata la emoción, la incertidumbre.

Llamo al timbre. ¡Qué horror! Estoy como un flan. Me abre la puerta un señor que imagino que es su padre, no sé qué ha pasado, probablemente han cancelado el fin de semana fuera.

—Hola, pasa, Amanda, Fran baja en seguida.

¡Qué mono, Fran, le ha hablado de mí, me ha llamado por mi nombre y todo.

Me siento en el sofá y el padre junto a mí.

—¿Llevas puesto el conjuntito rosa que te pedí?

Se me hiela la sangre, una sombra atraviesa los ojos de este señor. Se acerca repulsivamente a mí, me rodea con sus brazos, no logro zafarme. Grito el nombre de Fran. Se echa a reír.

—Estoy aquí mismo.

Siento su aliento espeso junto a mi rostro. Lame esta cara que nunca antes me habían rozado, me toca los pechos y mete sus manos entre mis muslos a continuación. Yo no puedo llorar ni gritar. Siento arcadas. Me echa sobre el sofá. Tiene mucha fuerza. Cierro los ojos. Mi primera vez está sucediendo y yo, yo me quiero morir si acaso no estoy muerta ya. Cuando acaba, me golpea y me dice que soy una buena chica.

El animal satisfecho se queda dormido. Cojo un busto que hay sobre la mesa situada frente al sofá y le golpeo más veces de las que soy capaz de contar. Salgo aturdida a la calle, me tiembla todo el cuerpo, pero acierto a hacer una llamada:

—Mamá —susurro con un hilo de voz.