La voz de alarma llegó desde Londres. Como si fuera una metáfora del secular aislamiento británico concretado en el Brexit, Theresa May anunciaba hace días un ambicioso plan de lucha contra la soledad. La situación ya a es insostenible: nueve millones de habitantes se sienten aislados, 200.000 reconocieron que han pasado hasta un año sin hablar con nadie, el seis por ciento no sabría a quién pedir ayuda en caso de emergencia.

Los estudios barajados por el Gobierno conservador revelan que «a mayor soledad, menor integración, menor interacción, menor vinculación emocional y menor interrelación con otras personas. Así se incrementa el riesgo de sufrir más enfermedades, de padecer trastornos del sueño, alteraciones psíquicas, alimenticias y, por supuesto, de ser más propenso a morir». El catedrático de Psicología de la Universidad de Chicago John T. Cacioppo, autor del libro Loneliness (Soledad), ha concretado más y ha publicado la conclusión de varios estudios basados en una muestra de tres millones de personas: la soledad incrementa las probabilidades de morir en un 26%.

Ya lo había anticipado Jo Cox, asesinada en 2016 días antes de del referéndum del Brexit. Pionera en la lucha contra la soledad, Cox había advertido de que esta lacra causa daños a nuestra salud equivalentes a fumar quince cigarrillos al día y que sus efectos pueden llegar a ser peores que los de la obesidad. Pero no nos engañemos. No es solo un problema de la vejez. En España, ya hay cuatro millones y medio de hogares unipersonales, y las empresas constructoras han tomado buena nota de que la demanda de este tipo de viviendas es el que más crece. Los países escandinavos hace tiempo que advirtieron el problema.

La película La teoría sueca del amor (se puede ver en la plataforma Filmin) contaba hace ya tres años que la mitad de las mujeres que acuden a bancos de semen son solteras, que la mitad de los suecos viven solos, que uno de cada cuatro muere solo. En el paraíso nórdico han tenido que crear una agencia estatal con la única labor de localizar a los familiares de los difuntos a quienes nadie reclama. Indagan en sus pertenencias, reconstruyen su vida, buscan pistas. Pasado un tiempo, si las pesquisas no dan resultado, el Estado se queda con el dinero de las cuentas y los objetos de valor, mientras que un camión se encarga de enterrar en un vertedero el resto de la herencia.

España no se ha librado de las muertes solitarias. En una localidad tan pequeña como Ferrol, explicaba un periódico gallego, «la beneficencia se tuvo que hacer cargo el pasado año de enterrar a diez personas que murieron solas, y cuyos cadáveres fueron descubiertos días e incluso semanas después. Otros dos están a la espera en las cámaras frigoríficas».

Resulta inevitable pensar cómo la epidemia de la soledad emerge justo en el momento en el que el ser humano vive más interconectado. La diputada laborista Jo Cox, víctima del terrorismo global, a la que se le preguntó muchas veces por la compañía digital, no se cansaba de repetir que «las redes nunca sustituirán una auténtica relación humana». Así las cosas, no es de extrañar que una gran cadena hotelera de Estados Unidos anunciara recientemente que iba a retirar de las habitaciones el 'No molestar'. El apreciado cartel, que antes nos protegía, contribuye ahora a retrasar durante días el derribo de la puerta cuando el huésped deja de dar señales de vida. Ya hay quien dice que es mejor estar mal acompañado que solo.