Recuerda, lector, a aquel Miguel Ángel Cámara que quería ser califa en lugar del Califa (Ramón Luis), como el visir Iznogud (he´s not good) del genial René Goscinny. Ayer, como quien dice, tomó posesión de su cátedra, que así se llamaba el sillón de brazos que utilizaban los profesores en la antigua Roma, pero también el asiento de los maestros de la ley mosaica. De esta deriva catedral, el lugar donde está el asiento del obispo. Poco importa si Cámara lo sabe porque, en esta universidad pública de nuestras cuitas (de las plegarias es la privada), ya puede sentarse en su sitial y hablar excátedra.

El rector de la universidad elogia a Cámara en su discurso en la toma de posesión de los nuevos catedráticos y profesores titulares. Aunque en las antípodas ideológicas, alaba su trato exquisito con la universidad cuando fue alcalde. Y esto es lo que me preocupa, pues trató con mejor aprecio a sus compañeros universitarios que a los ciudadanos que votaron a su candidatura y propiciaron su mandato, tan prolongado merced a aquel gran invento del ´agua para todos´, feraz en votos como aquellas otras promesas del soterramiento, el aeropuerto, la Paramount€

El antiguo alcalde tenía muy claras cuáles eran sus prioridades y, a pesar de sus veinte años al frente del consistorio municipal, continuó con sus trabajos universitarios y una dudosa dedicación exclusiva en la alcaldía. Por esos motivos, imagino, consolidó quinquenios de antigüedad en la universidad y acumuló sexenios de investigación al tiempo que ostentaba el bastón de mando. Lo extraño es que ni profesores ni alumnos lo vieran por allí en todo ese tiempo, pues por ahorrar y no tener que sacar del cajero, debió de estar en el laboratorio de Química ubicuescente.

No seré yo quien le discuta los méritos académicos, pues no me corresponde. Mas conservo mi derecho de crítica como ciudadano y como elector en el municipio que lo vio crecer (patrimonialmente hablando). Sin duda en el currículum del alcalde habrán contado los años que ha dedicado a la Universidad y que dejó abandonada la alcaldía; sus investigaciones y publicaciones a las que tuvo que dedicar cientos de horas, ¡qué digo, miles! con grave quebranto de los murcianos que coetáneamente hemos sufrido la voraz especulación urbanística, con ciudad que ha crecido en barrios y en población, pero no en espacios verdes, no en espacios públicos, no en el cuidado del entorno, no en los lugares reconocibles del entorno o de la huerta. ¡Murcia, qué hermosa fuiste! con esa risueña huerta ahora tan abandonada, donde vive más de la mitad de la población que la ha convertido en la séptima ciudad de España por número de habitantes, pero no por calidad de sus servicios. Las pedanías, que también crecieron a costa de regularizaciones urbanísticas de lo ilegalmente construido, viven todavía en una Murcia sucia, mal ordenada, mal comunicada, escasa de servicios públicos. No hablamos ya de tercera división, sino del eufemismo que se utilizó en tiempos de Franco para evitar la calificación que tenía el país: en vías de desarrollo. Pueblos en los que un día ponían un semáforo (o veinte, que en eso nunca ha escatimado esfuerzos este Ayuntamiento) o levantaban las aceras de cuando en cuando. En las más afortunadas abrían un centro municipal con biblioteca, un polideportivo o un parque de losa y cemento, tipo playa levantina, o lo inimaginable, una sede de la Policía municipal; incluso en las más elitistas, un auditorio municipal. Las más afortunadas tenían uno o dos de esos ´parabienes´, mientras las menos, como es la mía, se debían conformar con el semáforo de las escuelas, pero ni siquiera uno en verde para girar a la izquierda en la Media Legua.

El desafecto de la corporación por la vida cultural de la ciudad no tiene parangón conocido. De aquellas fiestas del teatro o el jazz en la calle sólo quedan los conciertos en Belluga en sillas de tijera o de plástico, con la Catedral de Santa María al fondo, estampa única de espectáculos de gusto cutre y decapado, con culebrinas de láser en singular peineta. Mientras tanto, ese Moneo impresionante dicen que dialoga con el barroco imafronte de la catedral. Será un diálogo de sordos o tal vez en lengua suajili, que aún no domino. Los años que permaneció cerrado el Romea, tantos como el peldaño roto en la escalera de la plaza, nos dejaron huérfanos de teatro, pero no de titiriteros que hacían equilibrios y juegos malabares con los volúmenes de edificabilidad en el alambre de la ley del suelo, cual si fuera una tirolina que transportaba ladrillo a cambio de secarrales en los campos más inhóspitos. No cuento el abandono del conjunto monumental de Monteagudo, porque eso merece capítulo aparte, como San Esteban y otras granadas perdidas por las que llora la Arqueología como aquel moro Boabdil.

¿Y el deporte? con aquellas famosas e impronunciables ´vías ciclables´, que lo mismo eran compartidas con el tráfico motorizado, que atraviesan las enormes aceras, que se explayan en un circuito rompepiernas en paralelo a la autovía del huerto que ni el mismísimo Induráin hubiera sido capaz. Mas si del fútbol hablamos ¡qué bonitos son los centros comerciales!, podría haber cantado Peret como Badalona en invierno o en verano, a la sombra y al solano. Son tan lindos que no cabía una estación intermodal que nos hubiera ahorrado tanto disgusto con el soterramiento, muchos millones de euros y muchas desafecciones. Las vías podrían haberse suprimido cual muro de Berlín para abrir las grandes avenidas por las que paseara el hombre libre. Pero en lugar de recordar a Allende, debió ser a Bárcenas cuando transformaron la avenida de la Libertad (bajo fianza), en esta nueva ´cortilandia´ que dejó de ser eje vial del Plan Rivas Piera para ser una horrorosa calle torrevejense, pero sin festival de habaneras.

¿Dónde estaba el alcalde en ese tiempo en que la ciudad creció abandonada de la mano de Dios pero no de los promotores inmobiliarios? Sin duda, haciendo méritos que le computaran para su cátedra. Mientras el tráfico se colapsaba en las horas punta, en rotondas de maldito gusto y recóndita utilidad; o en los accesos de la Universidad, convergentes con los de centros comerciales y el campo de fútbol de aquel gran amigo de Cámara, al que Dios tenga en su gloria del pelotazo y la corrupción. Mientras, los automovilistas penamos la gran culpa de tener que circular y aparcar en Murcia, donde trabaja, compra o viene a pasear la población diseminada de un municipio que sólo se mira el ombligo en un río de cauce sardinero y pánfilo. Eso sí surcado por ocurrencias de Calatrava, de crujientes cristales enmoquetados, para librar al transeúnte del pánico vértigo de la sima segureña.

Ahora, desde su cátedra cuasi obispal, contemple Cámara su legado, pues si no califa, fue faraón del tranvía, esa magnífica pirámide donde se entierra la deuda pública municipal mientras transporta admirados súbditos a los centros comerciales o estudiantes a la universidad privada (la pública pilla de camino), urbanizada en torno a un monasterio monumental sin pejigueras autorizaciones municipales y culturales. Entretanto, un lector de La Opinión espera el autobús de pedanías, una hora larga tiene por delante mas, con suerte, le bajará en la Gran Vía.