Quien corresponde, en este caso el Ayuntamiento murciano (que ha acudido a los mejores en el ramo) ha decidido devolver a la estatua de don José Moñino su prestancia de siempre. La que le corresponde como primer presidente del Gobierno español, que fue, en la Historia. Floridablanca, por nobiliario título. La modesta estatua que le honra en el extremo sur del jardín que lleva su nombre, ya iba dejando que desear a cualquier par de ojos que la miraran, por escasos de autoexigencia que fueran. Esperemos que nos asista el presupuesto hasta que haga falta.

Murcia no tiene todo lo honrado que se merece a don José Moñino. Y no es ésta ocasión para glosar su gigantesca figura en lo cívico, lo ilustrado y lo social incluso. En los libros está. Para empezar, no tiene lápida, ni digna, ni indigna, en la casa donde nació: trasera de la parroquial de San Bartolomé, donde sí luce (o desluce, más bien) una en memoria del poeta Sánchez Madrigal, que para nada estorba que hubiera otra para este Pepe. Cuentan las crónicas que Clemente XIV, el papa que le firmó a Moñino el Breve de la extinción de los jesuitas, le dio señales de haber accedido a disolver la Compañía cuando, de improviso, lo llamó Pepe, a la española.

Los jesuitas habían empezado a formar un Estado Universal, acaso sin saberlo, heredando una manera de actuar que competía con la del Estado. El Borbón Carlos III encomendó, casi por sorpresa, al humilde, pero tenaz, Moñino que procurase acerca de la Santa Sede la extinción de los ignacianos. Y lo logró. En seis meses ya había convencido al papa, y en otros seis meses lograba su firma. Aún siguió tres años más en Roma, donde 'gestionó' el nombramiento de nuevo papa. También compró importantes libros, para sí y para el Estado, e hizo amistad con Bodoni, el tipógrafo. Regresó a España para servir al monarca como secretario del Despacho Universal, cargo que él convirtió en lo que hoy es presidente del Gobierno. Una obviedad administrativa, que Moñino vio antes que nadie.

No sabemos lo que tenemos en Murcia con este personaje. No lo sabemos. Para una mayoría de murcianos, Floridablanca es el nombre de un jardín. Y ni siquiera conocen quién es el estatuizado al fondo. ¿Para qué? Y eso que en el doscientos aniversario de su óbito se hizo una magna exposición con una edición inmejorable de sus logros y su época, que, como siempre, no llegó a las masas. Un bravo por ese intento.

¿Dónde están los restos de Floridablanca? ¿En San Juan Bautista? ¿Seguro? Estén donde estén, hay que hacer un catafalco para memorar su figura. Y hay que hacerlo, creo, dentro de San Juan Bautista, la iglesia que él ayudo a reedificar, junto con el obispo Rubén de Celis, y en la que pidió ser enterrado. Pepe murió en Sevilla, octogenario, luchando porque la unidad de España continuase a pesar de las taifas que asomaban tras de las Juntas de Defensa. No hubo duda en sacarlo de su retiro murciano, en el Convento de San Francisco, para nombrarlo presidente de la Junta Suprema, a fin de defender, frente a José Bonaparte, los derechos al Trono de Fernando VII, exiliado cobardemente en Francia. Conforme a su voluntad sus restos fueron trasladados a Murcia, y se supone que depositados en la Capilla de la Sagrada Familia, en el Evangelio de San Juan Bautista. No supo separar la dinastía de la patria. Imposible para su época. Ya hizo más que bastante separando la Corona del Estado, paso de gigante.

Por eso, bienvenida sea esta restauración del murciano que más español fue, y más hizo por iniciar el traspaso de los gastos del Estado, desde las guerras y los fastos reales, hacia las obras públicas, la enseñanza y otras verdaderas necesidades humanas. No miremos dónde llegó, sino de dónde partió y la importancia de haber iniciado ese recorrido.

Honremos a Pepe, como lo llamaba el papa; Moñino, como lo llamaban en política; Floridablanca, como pasó a la Historia.